Un par de guantes de algodón blancos cayeron bruscamente sobre su mesa, haciendo tintinear la taza de café. Yashim alargó una mano y levantó la mirada para descubrir a Palieski de pie ante él.
– ¡Mi querido amigo! Toma asiento. -Yashim hizo una señal al propietario del establecimiento-. Un café. No, que sean dos. -Frunció el ceño-. ¿Estás enfermo?
– Me he sentido mejor otras veces -dijo el embajador con una voz tan grave que era casi un murmullo-. ¿Los dos cafés son para mí? Bien.
Sería una exageración decir que el color regresó a las mejillas de Palieski mientras se bebía el café, porque aquéllas siguieron pareciendo exangües; pero cuando a continuación habló, su voz era más firme.
– Extrañas noticias, Yashim. Acabo de llegar de la embajada francesa. El vigilante nocturno encontró un cuerpo anoche, casi ante la puerta. Es uno de los suyos…
– Cuán extraordinario.
Palieski giró la cabeza e hizo una señal al dueño del café.
– Me temo que no te va a gustar. Se trata de Lefèvre.
Yashim lo miró sin expresión.
– No puede ser.
Palieski se encogió de hombros.
– Me temo que es así. La embajada necesita de tu ayuda para tratar con la Puerta -dijo-. Lefèvre era ciudadano francés, de modo que técnicamente es responsabilidad suya. Pero las autoridades tienen que ser informadas, y el embajador está preocupado porque ninguno de los dragomanes de la embajada sabe de qué va el asunto. Y tampoco desea tener a demasiadas personas involucradas. El cuerpo está hecho una asquerosidad, aparentemente.
– Pero yo vi marchar a Lefèvre -insistió Yashim.
Palieski le ignoró.
– El doctor Millingen llevará a cabo una investigación, supongo. A quién vio, dónde estuvo, ese tipo de cosas. Querrán que estés allí para eso. Quizás seas tú la última persona que lo vio vivo.
– Tomó un bote directamente para el barco -dijo Yashim.
Palieski se encogió de hombros.
– Nada estaba muy claro en Lefèvre. El embajador francés cree que yo me las sé arreglar muy bien. Me llamó a una hora infernal esta mañana para pedirme consejo. Yo le sugerí tu nombre.
Yashim dijo lentamente:
– Le debo algo a Lefèvre. Era débil, pero…
Palieski asintió.
– Él confiaba en ti. Lo siento, Yash.