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– Mi francés es… regular, me temo -dijo Millingen. Rió agradablemente y alargó una mano. Yashim la tomó: el doctor tenía un apretón firme. Apenas más viejo que Yashim, parecía estar en buena forma. El grisáceo cabello, la delgada y morena cara, la postura alta, erguida. Iba elegantemente vestido con un chaqué turco y una brillante camisa blanca; su corbata estaba floja por el cuello.

– Es sumamente amable por su parte venir. Aram ha estado lanzando indirectas estas últimas semanas, y mi instinto de coleccionista me dice lo que usted ha traído. ¿También tiene usted esta manía de coleccionar?

Yashim sonrió.

– Yo no colecciono monedas, doctor.

– ¡Mejor para usted! Yo cogí el vicio en Grecia… Tiempo de sobra. No es gran cosa, pero he estado haciendo una colección de monedas bizantinas tardías. Todos esos estados y pequeños reinos que crecieron después de que los cruzados saquearan la ciudad en 1204. Obloides de plata acuñados por déspotas moreanos, por ejemplo. Éste, sospecho, podría ser uno que me falta.

El doctor Millingen dejó caer la moneda de la bolsa a una mesa con tablero forrado en piel y la tocó con el dedo.

– La conozco. Un ángelus. Maldita sea, pero Malakian es muy listo. Apostaría algo a que siempre ha tenido la moneda. -Levantó la mirada e hizo una mueca-. Un coleccionista es un hombre muy débil, ¿no le parece? Hace seis meses, yo no hubiera dado ni cinco piastras por esta moneda. Ahora puede completar una serie, y Aram Malakian me hará pagar un dineral.

– Bueno, supongo que si Malakian siempre le proporciona sus monedas, no puede evitar saber lo que usted está buscando -señaló Yashim.

– Ah, no. -Millingen agitó sus dedos-. Eso forma parte del juego… cuando recuerdo cómo jugarlo adecuadamente. No me fío de Aram, sabe usted. Hay otros comerciantes, aunque reconozco que él es el mejor. A veces pienso que operan en grupo, que intercambian su información. A veces tengo que apoyarme en amigos fuera del bazar, también. Se sorprendería usted. Hay un monje en Filibe que me ayuda, así como un viejo amigo en Atenas. Es un médico como yo. Pero ¡Malakian me arruinará!

Yashim sonrió.

– Me temo que sólo me pidió que la trajera. No hizo mención del dinero.

– ¡Ni una palabra! -El doctor Millingen volvió a reír y deslizó sus manos por los rizos de su cabeza-. ¡El viejo zorro! Sabe que he estado sentado aquí con la lengua fuera. Y en un momento va y pone este ángelus con los otros, y completa la serie. Y entonces, ¿cómo podría dejarlo escapar? Oh, Yashim, effendi, me temo que su viejo amigo le ha engañado completamente. Acaba usted de vender su primer ángelus.

Yashim sonrió.

– Me temo, doctor Millingen, que soy yo quien le ha engañado a usted. Me alegré de traerle esta moneda, pero realmente es un poco de información lo que deseo.

Millingen agitó la mano.

– Dispare -dijo afablemente.

Yashim se encontró de pronto vacilando.

– En palacio, responderán por mí.

El doctor Millingen asintió.

– Sí, Yashim… Creo que sé quién es usted.

Yashim se sintió alentado.

– Yo conocía al desgraciado monsieur Lefèvre también. El hombre que fue asesinado.

– Ah, sí. Mal asunto ése.

– Me dijo que ustedes se conocían.

Millingen pareció sorprendido.

– Es bastante posible. ¿Quién sabe? Me temo que más bien estaba irreconocible esta mañana.

– Usted examinó el cuerpo.

– Una autopsia. Eso quiere decir ver con los propios ojos… viene del griego antiguo. Nunca me gustó el material post mórtem, para ser sincero. Soy un doctor, no un patólogo: mi oficio es salvar vidas.

– Podemos salvar vidas si descubrimos quién lo hizo.

Millingen tenía aspecto dubitativo.

– ¿Un oscuro callejón, en medio de la noche? Puede descartar posibles testigos. Aquellos perros hacen suficiente ruido para despertar a un muerto. De todas maneras, esto es Pera, no Estambul.

¿Effendi?

– Haría falta algo más que un asesinato para sacar a los habitantes de Pera de su casa en una noche oscura. ¿No lo ha observado usted…? La gente aquí es más fría que una bienvenida escocesa.

– Pero la causa de la muerte… y la hora. ¿Ha llegado usted a formarse una opinión?

Millingen frunció el ceño.

– Sí, lo he hecho. Fue algo espectacular… El tronco fue cortado, desde el estómago al esternón. Pero realmente lo mataron, sospecho, con una cachiporra; un golpe poderoso en la base del cráneo. Estaba ciertamente inconsciente cuando lo abrieron. Trinchado como un pato silbador o una cerceta.

– Pero ¿por qué?

– Pura especulación. Quienquiera que lo mató quería atraer a los perros. Un plan bastante razonable… Aunque son los perros, irónicamente, lo que me ayuda a sugerir el momento de su muerte.

– ¿Y cómo es eso, doctor Millingen?

– Las marcas de los dientes. Algunas son más viejas, las que causaron una pérdida de sangre cuando el cuerpo estaba todavía fresco. Luego una serie de marcas superpuestas, a veces formando una serie paralela. Los perros tienden a alimentarse por la noche, como estoy seguro de que habrá usted observado. Anoche, el cuerpo fue hecho pedazos. Y, por supuesto, hay otros indicios, como el estado de descomposición, desecación de los globos oculares y demás. Lo más tarde que lo mataron fue anteanoche; posiblemente, imagino, un poco antes. Así que sugeriría una hora de la muerte entre el lunes al mediodía y, digamos, las seis de la mañana del martes.

«Eso no es bueno», pensó Yashim. Los situaba a él y a Lefèvre juntos, solos, a una hora en que él podía haberlo matado.

– ¿Cuándo podrá usted tener listo su informe, doctor Millingen? -dijo Yashim, confiando en que su tono sonara casual.

Millingen sonrió.

– Entre usted y yo, podría ser mañana. Pero el embajador me ha concedido una semana. -Bajó la mirada hacia la moneda de su mesa-. Le deseo toda la suerte, Yashim. Este tipo de crímenes es de lo más difícil de resolver.

Yashim asintió. Le gustaba el aire de despreocupación del doctor Millingen. Era un aire profesional. La manera en que un hombre preparado observa las cosas.

– Doctor Millingen, usted ha vivido entre los griegos. Tiene usted alguna experiencia de sus… ambiciones.

Millingen frunció el entrecejo.

– Conozco a muchos griegos, desde luego. Pero ¿sus ambiciones? Me temo que no entiendo…

– No, perdóneme -dijo Yashim-. Existe una sociedad, una sociedad secreta, de la que he tenido un pequeño conocimiento recientemente. La Hetira. Me pregunto si habrá usted oído hablar de ella.

– Umm. -Millingen alargó la mano y cogió la moneda moreana-. Sociedades secretas. -Meneó la cabeza y rió entre dientes-. Los griegos son un pueblo encantador. Pero… Llegué a saber mucho de ellos hace años, en la provincia de Morea. Todos participaban en la lucha por la independencia griega, por supuesto… Fui a Missolonghi con lord Byron.

»¿Qué era lo que lord Byron solía decir? -prosiguió-. Los griegos ven problemas en todas partes. La verdad es que conspirarían por una patata… Y cuando digo que participan en la lucha, no me refiero a que se esfuercen por ganarla. La mayor parte del tiempo luchan entre sí. Muy decepcionante. Byron hubiera querido que fueran como los griegos clásicos, llenos de virtudes platónicas; y no lo son. Nadie lo es. Son buena gente, pero como niños. Un griego puede reír, llorar, olvidar y querer matar a su mejor amigo ¡todo ello en el transcurso de una tarde! -Se echó hacia atrás y sonrió-. Cuando era un niño, solíamos fabricarnos guaridas en los arbustos. Poníamos a Bonaparte marchando a través del jardín, y estábamos preparados para desafiarlo… a él y a su ejército. Así son todos los griegos. Se crean mundos. Es política, si quiere usted… pero es juego, también.

Sostuvo la moneda entre el índice y el pulgar y la hizo girar sobre la mesa.

– El griego es un bravo luchador en el campo de batalla… -siguió diciendo-. El campo de batalla que existe en su propia cabeza. Extermina albaneses, derrota a los turcos, ¡y se abre camino para luchar contra Mehmet Alí hasta las mismas puertas de El Cairo! Se apoderará del mundo, como Alejandro Magno… Excepto que después se fuma su pipa, se toma su café, se olvida de todo y se sienta como un viejo turco. Es lo que usted llama kif, ¿no? Un estado de satisfecha contemplación. Los griegos pretenden que no lo tienen, y, mirándolos, a veces uno lo creería… Pero tienen el hábito kif peor que nadie. -Cerró los ojos y dejó que su cabeza se balanceara lentamente; luego se recuperó de golpe y soltó nuevamente una risita ahogada-. Pero ¿sabe usted por qué no luchan? Se lo diré gratis. Un griego nunca puede obedecer a otro griego. Están todos divididos en facciones, y cada facción tiene un solo miembro.

Yashim se rió. Lo que el doctor Millingen decía era irrefutable. Los griegos eran muy temperamentales. Nadie podía negar que el pequeño reino de Grecia había sido fundado en gran parte a pesar de los propios esfuerzos griegos. Once años antes, en 1828, una flota anglofrancesa había destruido a los otomanos en Navarino, y dictado los términos de la independencia griega para terminar una guerra civil que llevaba arrastrándose varios años.

– ¿Una sociedad secreta, doctor?

El doctor Millingen jugaba con la moneda, pasándosela entre los dedos.

– Según mi experiencia, hay muchas sociedades secretas griegas. Lo llevan en la sangre. Algunas son para comerciar. Otras son para la familia. En el reino de Grecia, por lo que he oído, algunos hacen campaña para lograr una república, o el socialismo.

– Sí, ya veo. ¿Y la Hetira?

– He oído hablar de ellos. Usted es amigo de Malakian, de modo que le contaré lo que sé. No debe ser repetido, si me comprende usted. Los de la Hetira son antiotomanos de una manera bastante contenida. La mayor parte de las sociedades secretas lo son, o no existirían. Pero la Hetira realmente desprecia el reino de Grecia. Creen que el reino fue construido por negociaciones secretas entre el Imperio otomano y las potencias europeas, para mantener a los griegos callados en las tierras otomanas.

– ¿Una conspiración?

– Entre un astuto sultán y acomodaticios embajadores extranjeros. Para la gente como la Hetira, Grecia no es más que una concesión a la opinión europea. Mientras tanto, se permiten un sueño. Desean un nuevo imperio. Los griegos no viven sólo en Grecia. Trabzon, Esmirna, Constantinopla: están llenas de griegos, ¿no?

Yashim observaba fascinado cómo el ángelus pasaba entre los dedos de Millingen.

– Pero también de turcos. Y de armenios, y judíos. ¿Qué pasa con ellos?

El doctor giró su muñeca y sus dedos se cerraron alrededor de la moneda. Cuando abrió la mano, la moneda había desaparecido.

Yashim sonrió y se puso de pie.

– Es un bonito truco -dijo.

– Missolonghi fue un asunto que se dilató mucho tiempo -dijo riendo el doctor Millingen-. Como he dicho, el momento estaba de nuestra parte. Y fue una interesante compañía.

Dobló sus dedos.

La vieja moneda centelleó en su palma.

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