En la iglesia de San Jorge, el archimandrita volvió a balancear el incensario y llenó el aire de la agradable fragancia de madera de sándalo e incienso. Entonó las palabras del credo:
– «Creo en un Dios, Padre Altísimo, Creador del cielo y de la tierra y de todo lo visible e invisible.»
»"Y en un Señor, Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios, engendrado del Padre antes de todos los siglos."
»"Luz de Luz, Verdadero Dios de Verdadero Dios, engendrado, no hecho, consubstancial con el Padre, a través del Cual todas las cosas fueron hechas."
Cantaba las palabras; su cuerpo temblaba ante la mayestática profesión de fe; pero su mente estaba en otra parte. ¿Había, se preguntó, dicho demasiado?
– «Reconozco un bautismo para el perdón de los pecados.»
Y luego estaba el libro. Las autoridades otomanas probablemente no sabían de su existencia. Era mejor así.
– «Espero la resurrección de los muertos. Y la vida de los siglos futuros.»
De esa manera debía ser guardado.
– «Amén.»