Yashim regresó caminando lentamente a su apartamento, rumiando sobre las palabras de Grigor. Si éste creía que las reliquias existían… Pero eso no era lo que Grigor había dicho.
Giró en el mercado, para subir por la colina.
– ¡Yashim!
Éste se inclinó en la pendiente.
– ¡Yashim! Sé lo que te quitaron… ¡y no fueron las orejas! ¿Por qué estás sordo hoy?
Yashim levantó la cabeza y miró a su alrededor. Giorgos se encontraba de pie ante su puesto, las manos en las caderas.
– ¡Vaya! ¿Comes en lokanta estos días? ¿Olvidas lo que es comida? Pequeño kebab. Pequeñas dolma. ¡Sabe a mierda!
Giorgos había tenido una notable recuperación, observó Yashim.
– ¿Estás viendo un fantasma? -rugió Giorgos, golpeándose el pecho-. Sí, soy un hombre delgado ahora. Pero este puesto… ¡Es como las mujeres! Las mujeres están felices de volver a ver a Giorgos. Así que ella es… ¡ella es muuuuy gorda!
Yashim se acercó a grandes zancadas al tenderete.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó, señalando las grandes pilas de berenjenas, los pepinos y tomates que rebosaban de las cestas, junto a una pirámide de limones.
– Eh -suspiró Giorgos, rascándose pensativamente un sobaco mientras revisaba su mercancía-. En su mayor parte es mierda, effendi. Mi huerto -añadió disculpándose, inclinando la cabeza hacia una cesta de pepinos muy grandes curvados como unas hoces delgadas de color verde-. Hoy lo doy todo por nada.
Yashim asintió. Durante la semana en que Giorgos había estado en el hospital las verduras de su parcela se habrían desmandado.
– Pero -y la voz de Giorgos se volvió ronca al emplear un acento de conspiración- encontré una cosa bonita.
Fue a mirar detrás de su tenderete y regresó llevando dos pequeñas berenjenas en la palma de su maciza mano, y una ristra de tomates en miniatura en la otra.
– ¿Todo muy pequeño, ves? Sin regarlas.
Yashim asintió.
– Son tan bonitos que podría comérmelos crudos.
Giorgos lo miró con una expresión de preocupación en su cara.
– Si te los comes crudos -dijo, meneando las berenjenas en la mano- enfermarás del estómago. -Metió las verduras en las manos de Yashim-. Ningún locanta, effendi. Lentamente, lentamente, vamos mejorando otra vez. Tú. Mi huerto. Y yo, también.
Yashim tomó el regalo. En su camino de vuelta colina arriba, pensó: «Giorgos dejó su huerto durante una semana, y ahora ha vuelto.»
El sonido de los almuecines le pilló a media subida de la colina. El sol se estaba desvaneciendo al oeste, a sus espaldas; delante, la oscuridad ya había caído.
Al otro lado del Cuerno, recordó Yashim, el embajador francés estaría pronto redactando el informe.
Al llegar ante su puerta, en lo alto de la escalera, hizo una pausa y escuchó.
No se oía ningún sonido: ningún susurro de páginas pasadas, ningún suspiro. Ninguna Amélie.
Yashim empujó la puerta con cautela, suavemente, y atisbo en la penumbra. Todo se encontraba en su lugar.
Entró lentamente y buscó a tientas la lámpara. Cuando la hubo encendido, se sentó durante largo rato en el borde del diván, con únicamente su sombra como toda compañía.
Amélie se había ido, sin dejar nada detrás. Sólo una sensación de su ausencia.
Al cabo de un rato, Yashim fijó su atención en la estantería.
Algo más había cambiado, observó. El Gillius también había desaparecido.