– Es usted.
El doctor Millingen hizo subir la mecha; una cálida y suave luz se esparció por la habitación.
Yashim dejó en el suelo una bolsa delante de él.
– ¿Y madame Lefèvre? -preguntó.
– Muy débil, después de tanto sufrir. Pero es una luchadora. Estoy seguro de que usted ya lo sabe.
El médico se inclinó hacia delante y cogió una moneda que dejó lentamente sobre el escritorio.
– ¿Una superviviente? Sí, como su marido. Nuestro viejo amigo Meyer -dijo Yashim.
El doctor Millingen frunció el ceño y miró hacia la puerta.
– Ya he arreglado las cosas para que madame Lefèvre sea repatriada -dijo, sosteniendo la moneda bajo la luz-. Sale mañana, para Francia.
– ¿En un barco francés?
– El Ulysse. Está atracado en Tophane, en el muelle. -Se echó hacia atrás, llevándose con él la moneda-. Mi hombre la acompañará a bordo. Se acabaron los accidentes, Yashim.
– ¿Accidentes? -dijo Yashim fríamente-. No fue idea mía enviarla a las cisternas, doctor Millingen.
La moneda empezó a correr por los dedos del doctor Millingen.
– Supongo que ya sabrá usted que no encontró nada -dijo Yashim.
– Eso fue lo que me dijo.
Yashim avanzó un paso y extendió las manos.
– Las pistas encajaban. Usted habría conseguido sus reliquias, si hubieran estado allí. Pero no estaban. Y yo no creo que existan -añadió, moviendo la cabeza negativamente-. Lefèvre vendía humo.
El doctor Millingen miró a Yashim pensativamente.
– Estoy de acuerdo con usted -dijo al cabo-. Y, no obstante, como dice, las pistas encajaban.
– El problema con las pistas es que puede usted hacer que señalen hacia donde más le guste. Algunas viejas leyendas, un libro raro. Lefèvre no tenía más que elegir un tema, et voilá. Una historia que él sabía vender.
Millingen frunció el entrecejo.
– Pero ya se lo dije. No iba a conseguir nada de nosotros hasta que las reliquias fueran halladas.
Yashim sonrió.
– Por el contrario. De usted consiguió todo lo que necesitaba. Autenticidad, doctor Millingen. Creo que se llama «ascendencia». Su interés sólo hacía subir el precio… para otros.
– Pero madame Lefèvre… Ella se creyó la historia, también.
– ¿De veras? -Yashim se acordó de Amélie bajo la luz de la lámpara, hundiéndose hasta las rodillas en las oscuras aguas-. Creo, doctor Millingen, que la única persona que puede haber creído en toda esta charada es usted. Fue usted quien en una ocasión me dijo que un coleccionista es un hombre débil. ¿Recuerda? Usted con esta moneda de Malakian que yo le traje (la moneda que le faltaba en su colección), ansioso por poseerla, casi a cualquier precio. Quizás no podía estar seguro de Lefèvre. ¿Por qué tendría que confiar en él? En lo más recóndito de su pensamiento usted esperaba que él pudiera tener razón.
El doctor apretó los labios, sin hacer ningún esfuerzo por negarlo.
– De manera que convenció a madame Lefèvre de que encontrara la pista. -Yashim cruzó sus manos sobre el pecho-. Ignoro si eso quería decir que era usted débil. Pero lo convertía en alguien poco escrupuloso.
– Siga -gruñó Millingen.
– Podía haberle ofrecido dinero por las reliquias. Ella necesita dinero, estoy seguro. -Yashim se acordó de Amélie en el agua, vadeando mientras se alejaba de él, girando su adorable cabeza para decir que estaba haciendo aquello por Max. Por un hombre muerto-. Pero pienso que le ofreció usted algo más. Algo que a ella le importaba incluso más que el dinero.
Los dedos que daban vueltas a la moneda se detuvieron.
– Me pregunto qué va a decirme, Yashim. Estoy muy interesado en saberlo.
– Yo no creo que la propia Amélie creyera jamás realmente en las reliquias. Y tampoco creo que usted lo creyera. Pero usted quería estar seguro, doctor Millingen, ¿verdad? De manera que concibió un trato, arriesgando una vida por otra. Ése es su oficio, no. La vida.
Millingen no se movió, Yashim bajó la cabeza y dijo:
– Le prometió a Maximilien Lefèvre.