Yashim dejó el cesto en el suelo, y cogió tres cebollas y varios calabacines. Bajó la tabla de cocina y la instaló en la mesilla alta donde guardaba la sal, el arroz y las especias. Tomó un cuchillo afilado de la caja que tenía a su lado y lo afiló bien en un acero inglés que Palieski le había regalado una vez. El arte culinario no se basaba en el fuego; sino en una hoja afilada.
Arrancó la piel externa de la cebolla utilizando el borde romo del cuchillo. La partió por la mitad y dejó los dos trozos boca abajo. El cuchillo se alzó y cayó sobre su punta. La tabla dio momentáneamente un bandazo y se balanceó a un lado. Yashim continuó cortando. Barrió las rodajas hacia el borde de la tabla. Ésta volvió a balancearse. Yashim la levantó por un borde y barrió con su mano bajo ella, apartando un grano de arroz.
Por un momento, se quedó mirando el diminuto grano, frunciendo ligeramente el ceño. Luego levantó la mirada y metió su dedo dentro de los espacios entre el bote del arroz, el salero y los frascos de especias. Algunos granos de arroz se pegaron a sus dedos. Movió los botes y frascos a un lado, y encontró algunos granos más.
Yashim se frotó las yemas de los dedos entre sí, abrió la tapa del bote del arroz y miró dentro. Estaba casi lleno, la cucharilla enterrada en el grano hasta su empuñadura.
Paseó la mirada por la habitación. Todo estaba en orden, todo como la viuda lo habría dejado después de haber venido a limpiar, los trapos de cocina doblados, las bolsas de la ropa colgando de una fila de ganchos, la jarra del agua de pie, en la palangana.
Pero alguna otra persona había estado allí.
Yashim investigó. Buscaba algo lo bastante pequeño para que pudiera esconderse en un bote de arroz.
Yashim cogió un paño doblado y lo extendió en el diván. Cogió el tarro del arroz y lo inclinó hacia delante, derramando el grano sobre el trapo. Nada más que un montón de arroz. Miró dentro del bote. Estaba vacío.
Devolvió el arroz al bote con sus dos manos al principio, y luego con la cucharilla. Limpió algunos granos de arroz del borde y volvió a colocar la tapa.
El francés. Lefèvre. ¿Cuánto tiempo lo había dejado solo? Dos horas, tres. Así que se despertó y quiso prepararse algo de comer.
Lefèvre no cocinaba. No distinguía las aceitunas negras de las cagarrutas de oveja.
«Me creo todo lo que veo.»
Yashim frunció el entrecejo.
Fue a sus libros y miró los estantes. Los libros no estaban en ningún orden en particular, lo cual no le dijo nada. Quizás habían sido desordenados, quizás no. Probó uno o dos al azar, y salieron fácilmente.
Devolvió los botes a su sitio, y siguió cortando las cebollas.
Regó con aceite de oliva la base de un plato de loza.
Partió un limón y exprimió su jugo en el aceite. Se secó las manos con un trapo.
Fue a la librería y deslizó el dedo por un estante hasta encontrar el libro.
Había sido un regalo de la madre del sultán, la Valide. La mujer lo había recibido sin encuadernar, sin duda, en un envoltorio de papel color manila. Antes de regalárselo lo había hecho encuadernar en piel imperial verde, con el colofón de la Casa de Omán, una pluma de garceta, taraceado en el lomo en pan de oro. Título y autor estampados en el lomo en oro.
PAPÁ GORIOT-BALZAC. Era un obsequio exquisito.
En la embajada, la maleta de Lefèvre contenía media docena de libros. Eran los mismos libros que el aterrorizado individuo había derramado, disculpándose, por el suelo antes de morir. Excepto uno, recordó Yashim. Se trataba de un ejemplar de Papá Goriot, encuadernado en papel, ligeramente raído por el lomo, que él no había visto antes.
Sacó el Balzac de la estantería y abrió la tapa de piel.
Lefèvre, al menos, había encontrado un escondite.
Una joya se oculta en el cuello de una mujer. Un hombre puede perderse en una multitud.
Yashim suspiró: el regalo de la Valide estaba irremediablemente estropeado.
Hace falta un libro para esconder un libro.