Enver Xani introdujo su llave en la cerradura y empujó la puerta suavemente. Apareció una fría y oscura cámara donde se oía el sonido del agua corriendo. Entró, agradecido de poder escapar al calor y el polvo de la ciudad, y se agachó para desatarse los zapatos. Los dejó cuidadosamente sobre una piedra, cerró la puerta a sus espaldas y se quedó esperando a que sus ojos se adaptaran a la penumbra.
La frialdad del agua aún lo sorprendía. En invierno, decían los hermanos, se te metía hasta el tuétano; te pasabas el día mojado, congelado, moviéndote entre los sifones y las cisternas de la ciudad en botas forradas de piel, manos y cabellos permanentemente fríos y húmedos, las articulaciones de los dedos de manos y pies hinchadas por el frío. No era un trabajo para hombres viejos. Lo cual era el motivo por el que la mayor parte de los guardianes del agua llevaba a un aprendiz con él en sus rondas; invariablemente uno de sus propios hijos.
En verano, en cambio, uno podía sentirse agradecido por el frescor y la humedad, por el tranquilo y refrescante sonido del agua fluyendo. Fuera, el polvo se cocía en las ardientes calles, levantado por el paso de muchos pies, pero sin verse afectado por la más ligera brisa. Aquí, en cualquiera de la aproximadamente docena de sifones y cisternas repartidos por la ciudad, uno podía penetrar en la fría quietud de los bosques, situados a unos veinticinco kilómetros de distancia, desde donde el agua iniciaba su largo y lento descenso hacia la sedienta capital. Era un privilegio. Enver había pagado bien por ello.
Colgó la llave del gancho, tal como le habían enseñado; ciertamente no dejaría caer una llave en el laberinto de canales de agua que se arremolinaban a sus pies. En tres meses, le habían enseñado todo lo que cabía esperar que un aprendiz supiera después de años de seguir a su padre en el trabajo. Sólo siguiendo las reglas podía quizás suplir la experiencia de que carecía. Para los hermanos, las reglas eran como un ritual religioso; del mismo modo que esta sala de sifones era, a su manera, como una iglesia o una mezquita, fría y tranquila en medio del calor y el bullicio de la ciudad.
Enver cogió un bastón de su lugar en la pared y lo sumergió en el amplio tanque receptor, midiendo su profundidad. El agua de la tubería de entrada fluía suavemente por un extremo; en el otro lado, en las sombras, el agua rebosaba por el borde del tanque, deslizándose sin hacer ruido por encima de siete poco profundas muescas hasta las balsas de distribución. A la hora señalada, él detendría los desagües en las balsas tres, cinco y seis, abriría la tubería para liberar el flujo de la balsa número dos, y pasaría la señal por el canal principal al siguiente hombre.
Enver sintió una presión en su pecho producida por la ansiedad mientras ensayaba los versos mnemotécnicos que había aprendido. 3, 5, 6. Luego 2. Formaban parte de las reglas, al igual que la deslustrada bola hueca de estaño que pronto saldría disparada de la tubería de distribución y activaría su tarea. Su trabajo ahora era vigilar la bola.
Enver se puso de cuclillas al borde del tanque receptor, frunciendo el entrecejo mientras se concentraba en el canalón. El agua fluía en ondas por encima del borde del canalón y caía en una gruesa espiral en el tanque, continuamente, sin detenerse. De vez en cuando, veía menguar la espiral: a veces estaba seguro de que el agua estaba llegando, no en una corriente incesante, sino por medio de una serie de casi imperceptibles impulsos, como la sangre por las venas de la muñeca de un hombre, glub, glub, glub, y tuvo que cerrar los ojos y respirar profundamente para disipar la ilusión. Pero ¿se trataba de una ilusión? Muchos de los hermanos eran capaces de predecir exactamente cuándo iba a aparecer la bola, por el más insignificante cambio en el volumen del flujo, la más pequeña variación en la música de la cascada. «Cuidado, ahora. Preparado», decían, siempre alertas al cambio sutil, interrumpiendo una conversación. Y unos momentos más tarde la diminuta bola caía en el tanque, hundiéndose unos centímetros y luego saliendo a la superficie y deslizándose suavemente hacia el borde.
«Aún no», pensó Enver; pero había calculado mal, porque en aquel momento un pequeño ruido, como un chirrido, anunciaba la llegada de la bola al borde próximo del tanque. Ni siquiera la había visto venir: debía de haber caído del canalón cuando cerró los ojos, tratando de descifrar el ritmo del agua.
Decepcionado, bajó los ojos hacia el tanque. Debía recoger la bola, bloquear las tuberías de distribución necesarias con los trapos, y luego soltar la bola en la tubería de salida, para marcharse flotando en su largo viaje a través de Estambul. 3, 5, 6. Luego 2. La luz procedente de una serie de agujeritos diseminados por el techo de la cámara bailaba y se disolvía en la superficie del agua, ésta tan negra e insondable como un charco de petróleo. Con un suspiro, se dobló hacia delante y recuperó la bola de estaño. Por un momento la luz pareció rebotar en la superficie por toda la habitación, un repentino resplandor que Enver distinguió por el rabillo del ojo; luego se aposentó una vez más, y él se estremeció. Había oído las historias de los hermanos sobre ifrits y demonios que frecuentaban los rincones oscuros de las cisternas; pero también empezaba a hacer más frío ahora.
Agarró la bola y miró abajo, hacia su propio reflejo en el agua oscura.
Por una fracción de segundo, captó la imagen de otro rostro, mirándolo desde el oscuro tanque.
Enver no tuvo tiempo de hacerse preguntas. Jadeó, y algo le cogió por la nuca, de manera que la última cosa que Enver Xani vio en este mundo fue la visión de su propia cara acercándose hacia él, su boca abierta en un silencioso grito.