La impresión de Auguste Boyer de que los turcos eran una raza insensible se vio confirmada por la fría inspección de Yashim de lo que quedaba del cuerpo de Lefèvre. La cara había sido lavada y ahora ofrecía una vista más terrible aún que al principio, cubierta de sangre y jirones de carne. El turco, observó Boyer, la estudió con una paciencia que era casi obscena; en un momento dado, cogió la cabeza por las orejas y le dio la vuelta de manera que los horriblemente expuestos globos oculares se fijaron en el propio Boyer, sobre una sonriente fila de ensangrentados dientes. Cuando Boyer retrocedió, Yashim se dedicó a examinar las manos y los pies del cadáver, que parecían vivos comparados con el destrozado cuerpo al que estaban unidos. Fue el ordenanza, con un gesto, quien sugirió que a Yashim podía gustarle ver el cadáver entero. Incluso entonces, examinando la espantosa carnicería, el turco se limitó a apretar los labios.
– El buen doctor… -sugirió Yashim enderezándose.
– El doctor Millingen no tardará -dijo Boyer rápidamente.
«Y -pensó- mejor que sea así.» Quería dejar aquel horror urgentemente en las manos de un profesional competente.
– Es extraño, la manera en que los perros buscan el rostro -musitó Yashim-. Demasiado al descubierto, imagino. La nariz desaparecida, la barbilla arrancada. Pero no han tocado para nada las orejas.
Boyer sintió que volvían sus náuseas. Yashim le siguió fuera de la habitación, quedándose de pie a su lado cuando comprendió que Boyer estaba conteniendo sus arcadas con un pañuelo.
– No puedo comprender del todo por qué trajeron el cuerpo a la embajada -dijo Yashim, tras una conveniente pausa.
Boyer señaló con gesto lamentable una maleta de piel.
– Los vigilantes encontraron eso con… con el cuerpo. Como dije, sus restos estaban debajo de algunas planchas y vigas, en una obra, aquí cerca, al doblar la esquina. Los perros… -Sus palabras volvieron a apagarse-. Las cosas de la maleta estaban esparcidas por todas partes. Supongo que el asesino estaba buscando dinero. De todas formas, el vigilante reconoció la escritura extranjera. No podía saber que estaba en francés, desde luego. Supongo que piensa que todos somos lo mismo, y éramos los que estábamos más cerca.
– Sí -dijo Yashim-. Supongo. Fue una coincidencia, a pesar de todo. -Expresó en voz alta la idea que lo había estado asaltando desde el café-: ¿No lo estaban esperando aquí, verdad?
– ¿A Lefèvre? No lo creo así, monsieur.
– ¿Porque era de noche?
– Porque… -Boyer vaciló-. Bueno, no esperábamos verlo. Y menos por la noche, desde luego.
– Pero ¿monsieur Lefèvre no era completamente comme il faut?
Boyer hizo una profunda aspiración con la nariz.
– Era un ciudadano francés -dijo.
Yashim volvió a mirar la maleta. Recordó a Lefèvre abriéndola violentamente y esparciendo su contenido por el suelo tres noches antes. Una vez más, sintió la espontánea afinidad que tenía con el muerto, la carga de un deber especial. Nunca le gustó aquel individuo. Pero Maximilien Lefèvre había temido por su vida, y había confiado en Yashim para salvarla. Eso, en la mente de Yashim, se había convertido en una obligación de hospitalidad: una tarea en la que había fracasado por un grotesco margen.
La maleta aún contenía los libros que Lefèvre le había mostrado, junto con un ejemplar sin encuadernar de Papá Goriot de Balzac; tenía el lomo áspero y estaba empezando a desencuadernarse. Estaba también la camisa que había llevado dos noches antes, sucia por los puños y cuello, y que olía al sudor del muerto. Algo de ropa interior. Yashim devolvió los libros a la maleta, junto con la ropa sucia. Se secó la mano en su capa.
– ¿Nada más? ¿Sólo la maleta?
– Eso fue todo lo que los vigilantes trajeron. Un criado bajó por las escaleras y murmuró algo al oído de Boyer.
– Podemos subir a ver al embajador ahora, monsieur.