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Yashim dormía mal. En su sueño veía la lívida cara de Baradossa, y los dientes salidos. Luego los ojos del muerto se oscurecieron y, al alzarse las llamas, vio que no se trataba de Baradossa sino de la serpiente de bronce que lo miraba fijamente, con la terrorífica amenaza implícita en la victoria. Y Lefèvre estaba allí, metiendo dinero por las fauces de la serpiente.

Cuando despertó, lo hizo con una duda en su mente. Encendió una lámpara y cogió el libro de Gillius, en su traducción francesa.

Todas las demás ciudades tienen sus períodos de buen gobierno, y están sujetas a la decadencia causada por el tiempo. Sólo Constantinopla parece pretender una especie de inmortalidad y será una ciudad mientras viva la humanidad, bien sea para habitarla o para reconstruirla.


Pasó la página. Gillius describía el trazado de la ciudad, y sus murallas, analizando Santa Sofía en detalle, con referencia a fuentes antiguas. Había algunas observaciones sobre el Hipódromo y la Columna de la Serpiente. Yashim escribió una nota a lápiz a su lado, tratando de compararla con el ejemplar de Lefèvre.

Notó que su concentración iba empeorando. Primero alguien había registrado subrepticiamente su apartamento, dejando sólo algunos granos de arroz esparcidos; la vez siguiente, se lo habían destrozado. Se acordó de alguno de sus libros con una punzada de ansiedad. Para Yashim la pena era una emoción que no acarreaba más que peligro, y él hacía mucho tiempo que había conseguido distanciarse de ella. Pero los libros eran la gloria del arte otomano, y él poseía algunos que consideraba un tesoro. Hojeó el libro de Gillius y lo abrió al azar.


La cisterna sigue existiendo. Debido al descuido y desprecio de los habitantes por todo lo que es curioso, nunca fue decubierta, excepto por mí, que era un extraño entre ellos, al cabo de una larga y diligente búsqueda. Se había edificado en toda la zona, lo que despertaba menos sospechas de que hubiera una cisterna allí. Por casualidad, entré en una casa donde había un camino que bajaba a ella, y subí a bordo de un pequeño bote. Lo descubrí después de que el amo de la casa encendiera unas antorchas y me llevara a remo por aquí y por allá a través de las columnas…


Leyó el pasaje nuevamente, preguntándose qué podía significar «Nunca descubierta excepto por mí». Típico de los eruditos. ¿Qué pasaba con el hombre cuya casa se alzaba sobre la cisterna?… ¿No la había descubierto? ¡Con un bote, nada menos! Yashim sonrió para sí; los eruditos son todos iguales, en todas las épocas, en todos los países.


Estaba muy decidido a capturar los peces que abundan en la cisterna, y pescó algunos de ellos a la luz de las antorchas.


Yashim parpadeó. ¿Un lago subterráneo, lleno de peces? Se preguntó qué sabor tendrían esos peces… pálidos, ciegos quizás… su carne sería insípida. Lo más probable era que Gillius se hubiera inventado toda la historia.

Pero la imagen lo desconcertó. Un hombre remando en un botecito debajo de Estambul, pescando a la luz de una antorcha.

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