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Faisal al-Mehmed saludaba con la cabeza amablemente a los fieles a medida que éstos se desprendían de su calzado y entraban, en charlatanes grupos, en la Gran Mezquita para la plegaria. Por lo que a él se refería, le hubiera gustado que no charlaran tanto: deseaba, por encima de todo, que se hubieran lavado en la fuente antes de dar el paso de entrar en el sagrado recinto… Pero bueno, él era un hombre viejo y el pueblo había cambiado. Quizás, se dijo a sí mismo, todos los viejos creen siempre que la gente ha cambiado; pero quizás todos los viejos tienen razón. Porque cada nueva generación desde el Profeta (la paz sea con él) parecía estar condenada a ser menos reverente que la anterior. Después del Profeta (la paz sea con él) vinieron cuatro hombres que eran hombres buenos, y grandes guerreros, hombres que habían extendido el Dominio de la Paz más allá de todos los límites… y sin embargo eran hombres, y habían muerto a manos de hombres, y el fin de los cuatro había traído confusión, y divisiones dentro de su casa.

Un turco de negro bigote, con fez y una pesada barriga, soltó sus babuchas y se agachó torpemente para recogerlas y tendérselas a Faisal al-Mehmed.

Faisal las escondió. El hombre gordo entró en la mezquita.

Faisal al-Mehmed esperaba que el hombre se quitaría el fez. Él mismo llevaba un turbante verde, señal de su descendencia del Profeta (la paz sea con él). Cuando los hombres vieran el turbante verde, dondequiera que fuese, incluso lejos de la mezquita, se acordarían del Profeta (la paz sea con él), y por tanto ajustarían su comportamiento en consonancia. Un hombre no podía estar cerca de una mezquita en cada momento de su vida, y Faisal era muy consciente de que muy pocos hombres podían estar cerca de su mezquita, la mayor de todo Estambul. Algunos habían viajado muchos kilómetros, incluso a través de países y pueblos enteros, para visitar este lugar. Pero aquellos que descendían del linaje, que portaban el turbante verde… ésos eran legión. Su turbante era un precepto. Y eso era bueno, una bendición para el creyente.

Faisal al-Mehmed dirigió su atención al patio. Incluso él debía admitir que el patio de Santa Sofía no era perfecto, mientras que el patio de la Suleymaniye era sublime. Tenía una fuente, cierto, donde los hombres se sentaban en silencio, lavándose manos y pies; pero era un patio truncado, sin una columna que proporcionara sombra a los fieles, y el blanco mármol despedía un cruel resplandor bajo el sol de la mañana.

Entrecerró los ojos bajo la brillante luz. Le pareció a Faisal al-Mehmed que una mujer estaba viniendo a través del patio, una mujer alta que caminaba con inmodestia y sin decoro, sin velo. Las cejas de Faisal se juntaron en un negro fruncimiento. Volvió a mirar, haciendo pantalla contra el costado de su rostro. Era inimaginable… Pero allí estaba, una mujer, una mujer muy hermosa, que pasaba por delante de los grupos de hombres que se encontraban de pie en el patio esperando la hora de la plegaria, y se dirigía a la fuente.

Faisal examinó el patio, buscando al hombre que estaría con ella. ¡Cómo podía permitirse algo semejante! Algunos de los hombres habían dejado de hablar y la estaban mirando. Y ahora, vio Faisal al-Mehmed, la mujer se estaba desabrochando los zapatos, como si fuera un hombre, preparándose para lavarse.

Aquello era demasiado. A veces aparecían locos en Santa Sofía… Desvariados derviches, quizás, procedentes de las colinas, así como extraños y barbudos fanáticos que venían de los desiertos; en una ocasión incluso un hombre desnudo había irrumpido corriendo en el recinto del santo lugar, riendo y aplaudiendo. No le correspondía al guardián de las puertas juzgarlos, porque todos eran creación de Dios: ¿quién se atrevería a decir que el loco no era el más grande de los hombres que había visto el rostro de Dios y entrado en éxtasis? Así decían los sabios. Dios, decían, cuida de Su pueblo. Pero ¿una loca? Algún hombre debía de estar cuidando de ella. Resultaba escandaloso.

Empezó a caminar cojeando hacia delante. Levantó una temblorosa mano. Los hombres estaban rodeando a la mujer, contemplándola, pasmados. Algunos le dirigieron la palabra. Ella levantó la mirada, sonrió y movió la cabeza negativamente. Su pañuelo se deslizó hacia atrás unos centímetros.

El guardián de las puertas empezó a correr. Agitó los brazos frenéticamente.

– ¡No! ¡No! ¡Haram! ¡Haram! ¡Está prohibido!

Uno de los hombres señaló el cabello de la mujer. Los demás miraron a su alrededor, al portero que corría, luego nuevamente a la mujer.

– ¡Mirad! -gritó una voz-. Es una no creyente.

La mujer había levantado las manos. Estaba retrocediendo. Un círculo de hombres se formó detrás de ella. La mujer se dio la vuelta. Los hombres empezaron a gritar.

El guardián de la puerta llegó y la cogió del brazo.

– ¿Qué estás haciendo, insensata?

Una piedra cayó a sus pies. El portero miró la piedra, luego se dio la vuelta en redondo. Se había formado una multitud ahora. Algunos de los hombres estaban agitando los puños. Alguien se agachó y otra piedra silbó en el aire. Faisal al-Mehmed tiró con fuerza del brazo de la mujer.

Vio el miedo en su cara. Y una mirada de sorpresa.

– ¡Esto está prohibido! ¿No lo comprendes? ¡Tienes que marcharte!

La zarandeó. Empezó a empujarla hacia el exterior. La multitud se separó, pero sólo lo justo. La gente estaba gritando. El almuecín comenzó a llamar desde el minarete, y a los hombres de abajo les pareció como si algún espantoso milagro estuviera siendo representado, como si se hubiera lanzado algún desafío. El griterío fue cobrando intensidad. El propio Faisal al-Mehmed tenía miedo ahora.

Una mano se alargó y arrancó el pañuelo de la mujer. Alguien escupió. La mujer se encogió contra el portero, que agitaba su mano delante de ellos, tratando de abrirse un camino.

– ¡Es una giaour loca! ¡Sólo una loca! Por favor, buena gente, dejadnos pasar. ¡Ya se marcha!

La multitud se encrespaba a su alrededor mientras el portero arrastraba a la mujer hacia la estrecha puerta.

Faisal al-Mehmed empezó a rezar, su voz haciendo el eco de la voz del imán sobre sus cabezas.

– ¡No hay más Dios que Alá!

La puerta estaba atestada de fieles que llegaban para las plegarias. A Faisal al-Mehmed le pareció que ellos dos serían abatidos antes de que pudieran cruzarla.

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