15

Yashim se detuvo junto al mercado de pescado del Cuerno de Oro. Picado todavía por la indiferencia del francés hacia los dolma que él tan amorosamente había preparado, eligió dos lüfers, dos pejerreyes, el pescado azul que todo Estambul consideraba el mejor. Observó cómo el pescadero les rajaba las panzas y quitaba las entrañas con un giro de su pulgar.

Yashim estaba orgulloso de Estambul… Orgulloso de sus mercados, la cornucopia de frutas y verduras que se vertían en ellos cada día, orgulloso de las ovejas de cola gruesa procedentes de Anatolia que a veces llegaban asustadas y balando a través de las estrechas callejuelas. ¿Qué otra ciudad en el mundo podía ofrecer un pescado que pudiera compararse con la frescura o la variedad que había en el Bosforo, una plétora de pescado que corría directamente a través del corazón de Estambul? Porque, en cualquier estación del año, uno prácticamente podía caminar hasta Uskudar sobre el torrente de pescado que discurría por las calles…

– No lo lave -dijo rápidamente.

El pescado empezaba a deteriorarse a partir del momento en que perdía su viscosa capa protectora.

– Bah, tenemos demasiada poca agua -gruñó el pescadero-. El suministro es escaso otra vez.

Pero fluía. Eso era lo que importaba. A veces, de pie en la colina de Pera y mirando atrás a través del Cuerno de Oro hacia el horizonte familiar de la ciudad, marcado por las grandes cúpulas de las mezquitas de Sinán; o sobrepasando la jungla de edificios -mezquitas, casas, caravanserrallos, iglesias, mercados cubiertos, tiendas- que se alineaban en la costa de Estambul del Cuerno, a veces le parecía increíble a Yashim que la ciudad siguiera funcionando un día tras otro, y no simplemente estallara, o se hiciera pedazos, o como mínimo se sumergiera en una confusión de ovejas baladoras, verduras en putrefacción y hombres gesticulando, vociferando en veinte lenguas distintas, incapaces de avanzar o retirarse a través de las atestadas calles.

No obstante, siempre que Yashim miraba con más atención, a una calle en particular, digamos, quedaba sorprendido por el aire de invisible buen orden que lo mantenía todo y a todo el mundo fluyendo suavemente, como el agua en las tuberías y acueductos. De manera que cuando un hombre era asesinado y otro atacado -ambos comerciantes, ambos griegos- éstos parecían inevitablemente pertenecer a alguna economía oculta de la ciudad, un canal de un comercio cargado de amenaza y brutalidad.

Yashim entregó uno de los pejerreyes a las monjas del hospital.

– ¿Quizás pueda llegarle a él un poco de esto? -preguntó.

La monja sonrió.

– Le sentará bien.

– ¿Y quizás, entonces, si puede comer, pueda hablar… un poco?

Ella rió con los ojos.

– Muy bien, effendi. Si no está dormido, quizás pueda verlo un momento. No más, por favor.

Yashim se inclinó.

Giorgos parecía estar peor que cuando lo había visto por primera vez bajo la filtrada luz subacuática del pabellón del hospital, porque la magulladura del costado de su cabeza había aumentado. Seguía vendado, con un ojo tapado; el otro atisbaba con dificultad a través de unos hinchados, abultados párpados. Su respiración, sin embargo, parecía haberse normalizado.

Yashim se puso de cuclillas junto a su cama.

– Van a darte un poco de pescado. Lüfer.

– Demasiada sopa -dijo Giorgos finalmente.

Su voz era como un crujido.

– Eres un gran hombre, Giorgos. El pescado es sólo el comienzo. Te conseguiremos un poco de buena carne en unos días.

Giorgos emitió un débil sonido silbante entre sus labios. Parecía una especie de risa.

– Duro de cagar -crujió.

– Sí, bueno, quizás tengas razón. -Yashim frunció el ceño-. Las monjas sabrán.

Giorgos cerró su único ojo en señal de acuerdo. Yashim se inclinó para acercarse.

– ¿Qué pasó, Giorgos?

– Lo he olvidado -dijo con un suspiro.

– Trata de recordar. Fuiste atacado.

El ojo abrió una rendija.

– Resbalo, me caigo.

Yashim se balanceó hacia atrás sobre sus caderas.

– Giorgos. Fuiste golpeado terriblemente. Casi te mataron.

– No fueron golpes, effendi. Fue un accidente. Me caí por las escaleras.

– ¿De modo que recuerdas eso, verdad?

Los ojos de Giorgos giraron hacia él.

– ¿Quién te empujó, Giorgos?

La rendija se cerró. Nada.

– ¿La Hetira?

Pero su amigo había bajado la persiana de su único ojo bueno. Su hinchado rostro era incapaz de expresar algo.

Giorgos era un hombre orgulloso. Lo suficientemente duro y orgulloso para recibir una paliza… y demasiado orgulloso para hablar, también.

O demasiado asustado.

Yashim tenía una pregunta para la monja cuando salió.

– Sólo su mujer, effendi. Ha venido cada día. Siempre habla. Él es un hombre bueno. Escucha a su mujer.

– ¿Y ella piensa… que fue un accidente?

La monja bajó los ojos y respondió recatadamente:

– No juzgamos a nuestros enfermos, effendi. Sólo tratamos de curarlos.

Ella le lanzó una mirada a Yashim entonces, y éste apartó la cabeza. Murmurando una despedida, encontró su camino hacia la calle, y oyó cerrarse la puerta con pestillo a sus espaldas.

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