El niño caminaba deprisa, sin volver la cabeza. Cuando alcanzaron a la multitud, Yashim tropezó contra un porteador, demasiado cansado y sobrecargado para quejarse, mientras el niño se precipitaba a través de una nube de mujeres de anchas caderas, con charshafs, que deambulaban por el puerto.
Yashim las iba esquivando, estirando el cuello para no perder de vista la afeitada cabeza del niño. Una esbelta muchacha que llevaba un pañuelo que le cubría la cabeza y el rostro se metió entre ellos, y por un momento Yashim perdió de vista al pequeño. Pero no, allí estaba otra vez, sus hombros encorvados para resistir la marea de personas que bajaban por el Cuerno, abriéndose paso tozudamente entre ellas sin echar una sola mirada hacia atrás, como si tuviera miedo de romper un hechizo.
Yashim se preguntó si el niño recordaba que él lo estaba siguiendo. Cruzaron el barrio del bazar. Delante del Patriarcado, en Fener, la multitud se dispersó. El niño se precipitó colina arriba, siguiendo un laberinto de callejones donde Fener cedía el paso al asentamiento judío en Balat para llegar a la cima. Allí, a unos ochocientos metros del hogar de Yashim, y faltando unos cuarenta para llegar a la cima de la colina, por el lado contrario, se detuvo y miró a su alrededor por primera vez.
Yashim lo alcanzó, jadeando por el esfuerzo.
– Te mueves deprisa -dijo-. No tenía ni idea de que fuéramos a ir tan lejos.
Los ojos del pequeño se desviaron de la cara de Yashim hacia un edificio bajo, enjalbegado, situado al otro lado de la calle, y de nuevo hacia Yashim. Éste volvió la cabeza para mirar. No había ventanas, sólo una escalera exterior hecha de piedra, con una barandilla enlucida, que subía desde la calle hasta una pequeña puerta de madera.
El niño se subió él solo a una pared baja y se sentó, balanceando las piernas, con la barbilla entre las manos, mirando la puerta. La facilidad y el gesto experto de sus movimentos hicieron pensar a Yashim que lo había hecho muchas veces en el pasado. Encontrar un lugar para sentarse, balancear las piernas, observar. Esperar.
Yashim volvió a mirar la puertecita, situada en lo alto de la blanca pared al otro lado de la calle.
– Es allí, ¿verdad?
La tensa carita no se movió.
– Quédate aquí, entonces. Vuelvo dentro de un momento.
La mirada del niño bajó al suelo. «Quédate aquí.» ¿Era eso lo que Xani solía decir? ¿Eran las palabras que su padre utilizaba?
Yashim miró a su alrededor. La calle estaba vacía. Cruzó hasta las escaleras y subió por ellas. En lo alto miró otra vez en torno suyo. El niño se había ido.
Más allá, sobre los tejados, pudo ver que la ladera caía hasta las antiguas murallas de la ciudad, aquellos grandes muros con franjas de ladrillo que habían sido construidos por los emperadores un millar de años antes, y más allá de ellos las colinas del Bosque de Belgrado.
La puerta estaba cerrada con pestillo, y éste asegurado por un candado de hierro.
Yashim vaciló. Volvió a mirar a la pared donde el niño había estado sentado, y se metió la mano en la camisa.
Mucho tiempo atrás, en otra vida, Grigor, el archimandrita, le había enseñado a forzar una cerradura. Yashim deslizó los pestillos y la puerta se abrió sin producir el menor ruido.