Estambul no era una ciudad madrugadora; solamente los devotos, estimulados por sus almuecines, eran conscientes del alba cuando ésta empezaba a deslizarse desde las montañas detrás de Uskudar. El doctor Millingen, que aquel día iba a ser convocado por la embajada francesa, estaba dormido, respirando pesadamente y soñando con Atenas. Cerca de allí, en la residencia polaca, Stanislaw Palieski roncaba entre sus almohadas, ataviado con un grueso y viejo batín. En el Bosforo, el sultán dormía, su mejilla aplastada contra el pecho de una odalisca circasiana: la mujer estaba resistiendo imperturbablemente la tentación de quedarse dormida, porque, si tenía un solo fallo, ése era roncar con la boca abierta. En el Cuerno de Oro, madame Mavrogordato estaba también despierta, haciendo un esfuerzo por interpretar los movimientos nerviosos de su marido. Yashim dormía silenciosamente, medio vestido, tapado con una vieja capa. Malakian estaba dormido; Giorgos, el tendero, estaba vagando por algún lugar entre los dos estados.
Auguste Boyer, chargé d'affaires en la embajada francesa, estaba despierto, vestido y asomado por la ventana de la planta baja al patio, secándose un resto de vómito de la barbilla con un pañuelo adornado con encajes. El vómito era pequeño y olía a bilis y a café. Sintió náuseas nuevamente: se le revolvió el estómago y un hilillo de baba le cayó de los labios a los secos adoquines que había bajo la ventana.
– Vuelve a poner en su sitio la sábana -dijo débilmente. Se oyó el sonido de la sábana al subir, y Boyer se dio la vuelta con el pañuelo sobre la boca-. Envía a buscar al doctor Millingen. Y tú puedes llevar la maleta a mi despacho.
Manteniendo con firmeza sus ojos fijos en la puerta y el pañuelo en su lugar, salió tambaleándose de la habitación. El ordenanza, un hombre de mediana edad, dirigió su mirada una vez más a la sábana manchada de sangre, observando cómo las manchas se volvían otra vez brillantes por el contacto con las heridas del muerto, luego se inclinó rígidamente y cogió la maleta de piel. Aquel Boyer era sólo un crío, estaba pensando. Deberías haber estado allí con el emperador, en Waterloo. La Gloire! No, la gloria no. Más bien una estrecha relación con la muerte.
Cerró la puerta, hizo la señal de la cruz con un movimiento reflejo y fue a buscar al criado.