Yashim salió por la puerta del palacio y cruzó hasta la fuente del sultán Ahmed. A pesar de sí mismo, torció a la izquierda, pasando por delante de los abovedados baños que el gran arquitecto Sinán había construido para Roxelana, la esposa de Solimán el Magnífico. Uno de los baños estaba siendo usado actualmente como almacén. Hierbajos, incluso un arbolito torcido, brotaban de los agrietados techos de plomo.
Salió, y entró en el Hipódromo.
No había nada de monumental en la altura de la Columna de la Serpiente, nada que llamara la atención. Pero una vez que reparabas en ella, descubrió Yashim, siempre resultaba difícil apartar la mirada. Su misma pequeñez constituía una burla de las pretensiones de los monumentos más grandes. Desprovista de sus placas, hablando un lenguaje perdido, no era más que una inútil evocación de una desvanecida gloria.
Tres serpientes, simétricamente entrelazadas, se alzaban muy por encima del suelo. Una creación simple, aunque intrincada. Yashim se preguntó qué tenía que decir al respecto el libro de Lefèvre: Los edificios y antigüedades de Constantinopla. Diría, probablemente, que habían venido del Templo de Apolo en Delfos, la sede de la sabiduría de los oráculos en el mundo antiguo.
Pero ¿y qué decir del autor? ¿Habría quedado asustado por aquellas feroces cabezas el autor del libro?
Éste se habría encontrado donde estaba Yashim ahora. Sería un erudito, sin duda, docto y desapasionado. Habría contemplado aquella columna, como una maravilla del mundo antiguo; de la misma manera que Yashim dirigía ahora su mirada años atrás, a la época de Solimán… donde, entre los jenízaros y las tiendas de campaña, los estandartes de ejércitos derrotados y las pululantes multitudes, veía al autor tomando notas cuidadosamente.
Yashim se encogió de hombros y se apartó. Regresó al barrio de Fener y ocupó una silla en el café que le gustaba en la Kara Davut, donde lentamente se dedicó a pasar las páginas del libro de Lefèvre, buscando ilustraciones.
Cuando volvió a alzar la mirada, Preen estaba bajando por la calle. Reconoció su manera de andar, aunque su cabeza, observó Yashim divertido, iba cubierta con un modesto charshaf.
Ella también lo divisó y lo saludó con la mano; luego se acercó a grandes zancadas, se sentó y se echó hacia atrás el pañuelo. Varios viejos que se encontraban en las proximidades hicieron crujir sus sillas al darse la vuelta y se quedaron mirándola. Yashim sonrió. Hizo una señal al propietario del establecimiento, que asintió y se encogió de hombros.
– El chico de la Academia -la apremió Yashim.
– Alexander. Es de los juerguistas, desde luego. Botes subiendo por el Cuerno de Oro hasta las Aguas Dulces. Música, vino y un interés por la chica de los Ypsilanti, supongo.
– Decoroso -murmuró Yashim.
– Hasta aquí -asintió Preen-. Pero disfruta de una vida nocturna también.
– ¿No tan decoroso?
– Me resulta difícil decirlo. Es conocido en varias tabernas del puerto. En Kumkapi, un poquito, pero sobre todo en la parte de Pera. Tophane, por ejemplo. Algunos de esos lugares son de bastante mala nota, Yashim.
Éste asintió. Tophane, la fundición de cañones, tenía una pésima reputación.
– No se lo ha visto mucho recientemente, al parecer. Alguien dijo que podría estar fumando.
– ¿Quieres decir opio?
– Podría ser.
– Fue licor lo que yo olí en su aliento el otro día.
– Pero el opio explicaría por qué no se le ha visto demasiado. Los antros de Tophane.
– ¿Los conoces?
Preen arqueó una ceja.
– ¿Por quién me tomas, Yashim?
– Me gustaría ir a Tophane. Hay una información que quisiera obtener.
– La gente va a Tophane a olvidar, Yashim. No les gustan las preguntas.
Pero Yashim no estaba escuchando.
– Podemos ir esta noche.