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Muy lejos, en el otro extremo de la ciudad, Amélie retrocedió y se cubrió los ojos con su mano libre, como una mujer que trata de ver en la lejanía en un día soleado.

Muy lentamente, levantó la mano para dejar que sus ojos se dirigieran hacia arriba, revelándose a cada momento más detalles de la celestial forma del más grande edificio construido jamás sobre la tierra.

Vio las grandes puertas de bronce, que habían sido fundidas dos mil años antes en las arenas de Tarso. Las pilastras, esculpidas en mármol, de un resplandeciente color blanco bajo el sol. Las ventanas del tímpano, negras, pequeñas y nítidas, sus decorativos forjados casi invisibles bajo el resplandor, y el gran arco que se curvaba encima de ellas, esbelto como un ala de pájaro, lo bastante fuerte para soportar el peso de la gran cúpula.

Vio, y no vio, los gráciles minaretes que subían acanalados desde las pechinas de la cúpula.

Vio el color rojo ocre del gran tambor sobre su cabeza, atravesado de ventanas que permitían la entrada de luz. Vio los revestimientos de plomo de la cúpula.

Y en la cima, muy arriba, vio una media luna de plata sobre su esbelto soporte, un creciente lunar que se alzaba donde se había alzado la cruz durante mil años, antes de los últimos días de mayo de 1453.

En esos últimos días, la cruz había brillado con una luz misteriosa. La niebla la había ocultado. Se vio el cielo volverse rojo y a la luna creciente brillar como una grieta de luz en la oscuridad, con los otomanos preparándose fuera de las murallas, listos para el asalto final.

Lentamente, Amélie bajó la mano.

Ella había visto el Panteón de Roma, un tributo a la fuerza romana y a la fe de los romanos en la piedra. Había visto los destrozados restos del Partenón. Había permanecido despierta por la noche, obligándose a soñar con las pirámides, cuya maciza y enigmática mole ella había descubierto en la gran obra de los sabios napoleónicos.

Pero Santa Sofía era un caso aparte: el último y más grande gesto del mundo antiguo.

Y el mundo había tratado de estar a su altura desde entonces.

Levantó los brazos para enmarcar la visión entre sus dos manos. Sólo había, pensó con vehemencia, una cosa más que quedaba por hacer.

Empezó a caminar hacia delante, hacia la Gran Iglesia.

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