Una mano extendida, la otra siguiendo el hilo en el que él había depositado su fe, Yashim se escabulló hacia delante en la oscuridad.
En alguna parte, ante él, unida a él por el delgadísimo filamento de algodón, una mujer estaba avanzando hacia la muerte. Si era valiente o ignorante, Yashim no podía juzgarlo, pero el castigo sería el mismo.
Grigor había hablado de las fronteras de la ciudad. Entre fe y fe; entre un barrio y el siguiente; entre el presente y el pasado.
Pero los guardianes del agua patrullaban por otra frontera de la que pocas personas en Estambul eran conscientes. La frontera entre la luz y la oscuridad. Bajo las calles, y ocultas a la vista, las palpitantes arterias de Estambul.
El mundo muerto, frío, oscuro, que daba la vida a la ciudad.
Y los guardianes del agua estaban dispuestos a matar para preservar su único conocimiento de ese mundo.
El turbante de Yashim rozó el bajo techo, desconchando una nube de mortero. Amélie tenía una lámpara, Yashim estaba seguro de ello, y en cualquier momento vería la luz.
Volvió la cabeza. Por un momento se quedó confuso, desorientado. ¿Había vuelto sobre sus pasos… alejándose de la lámpara de la mujer? Porque allí estaba. Un pálido resplandor que iba y venía, pero por detrás de él.
Sacudió la cabeza. Sus ojos, en aquella oscuridad, le estaban jugando malas pasadas.
Siguió avanzando.