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Yashim cruzó la calle, subió por las escaleras y dio unos elegantes golpecitos en la puerta del doctor Millingen con la aldaba. Al no responder nadie, se lanzó a la calle otra vez, entre la multitud. Veinte metros más abajo, entró en una panadería. Pasó por delante del mostrador haciendo un gesto con la cabeza al panadero, siguió por delante de las barras de pan, cruzó el horno, y salió de la tienda, por la parte trasera, a un pequeño patio rodeado por una pared baja. Yashim se izó por encima de ella y saltó con ligereza al otro lado, consiguiendo evitar por los pelos aplastar una mata de rábanos picantes que crecía en el pequeño huerto medicinal del doctor Millingen.

A partir de una puerta situada en la pared opuesta, un reguero de carbonilla conducía directamente a través del jardín a la puerta trasera. Yashim se acercó a la casa. Las ventanas de la planta baja estaban barradas, la puerta trasera cerrada con un mecanismo de fabricación americana, pero había una tolva de carbón al final de la casa, que sugería posibilidades. Yashim se puso a trabajar con el candado y al cabo de unos minutos vio que se abría con un clic. Levantó las puertas y bajó a la tolva.

Un poco de carbón suelto estaba amontonado contra un panel corredizo al pie de la tolva. Yashim levantó los pedazos más grandes dejándolos a un lado, hurgando con sus dedos para encontrar el borde inferior del panel. Lo deslizó hacia arriba, el carbón hacía ruido al caer.

Yashim hizo una pausa, escuchando, luego se metió con dificultad, con los pies por delante, por la abertura. Una vez al otro lado, se puso de pie quitándose el polvo de la capa mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad. Había unos escalones, y una puerta con aldaba, pero la puerta no ajustaba bien. En un momento Yashim deslizó su cuchillo entre la puerta y la jamba y salió furtivamente al pasillo.

El estudio de Millingen se encontraba justo al otro lado del vestíbulo. Yashim entró en él rápidamente, dejando la puerta abierta, y miró a su alrededor. El papel de la pared era a listas verdes y doradas, y de ella colgaban motivos deportivos. Por lo demás, había una chimenea inglesa con un ornamentado reloj sobre la repisa, una gran mesa de nogal rematada en cuero negro, así como una serie de estanterías en un hueco, llenas de libros: todo limpio, metódico y próspero.

Probó los cajones de la mesa. Papel de escribir, lacre, una caja de plumillas de acero. En un cajón inferior, algunos papeles. Yashim los hojeó rápidamente. Estaban escritos en inglés, en una letra ilegible. Cerró el cajón y se dirigió a las estanterías de libros.

Los estantes más bajos contenían una serie de cajas forradas de piel, que a primera vista parecían libros. Yashim se puso en cuclillas. En su mayor parte, las cajas contenían más papeles. Estados de cuentas, copias de las facturas del doctor, notas sobre pacientes escritas en inglés, y en la misma difícil caligrafía. Pero también contenían una serie de cartas, escritas en griego, entre Millingen y un tal doctor Stephanitzes en Atenas.

Yashim se disponía a levantar la caja hasta la mesa cuando un sonido, procedente del pasillo -unos pasos suaves, quizás, y un peculiar sonido susurrante-, lo dejó congelado. Iba a darse la vuelta cuando oyó el clic en la puerta y el sonido de una llave girando en la cerradura.

Saltó en busca del pomo. En el último momento decidió no sacudir el pomo, y, en vez de ello, dio unos golpecitos sobre el panel de madera. Si el criado había regresado, podría pensar que el doctor distraídamente se había dejado la puerta entreabierta. Pero no vino nadie. Yashim volvió a golpear, con mucha más fuerza.

No se oyeron sonidos de pasos retirándose; y sin duda tampoco se oyó abrirse o cerrarse la puerta de la casa. Aplicó el oído al panel. Por un momento, tuvo la impresión de que alguien se encontraba al otro lado de la puerta.

Miró a su alrededor en la habitación. En la ventana colgaban cortinas de muselina, tapando la calle, y estaba barrada como las ventanas de la parte trasera de la casa. Yashim miró hacia la vacía chimenea y suspiró. Todo lo que hacía a esa habitación de Pera sólida e inglesa la convertía también en una prisión perfecta.

Se agachó, con la débil esperanza de que pudiera ser capaz de recuperar la llave del ojo de la cerradura al otro lado. Pero la llave ya no estaba en la cerradura.

Quienquiera que había cerrado la puerta lo había hecho deliberadamente, sabiendo que Yashim estaba dentro.

Esa idea hizo fruncir el ceño a Yashim. Regresó y se puso de cuclillas junto a la estantería, lugar desde el que la mesa de Millingen casi lo ocultaba de la puerta. Para verlo, alguien tendría que asomarse por la puerta. Habría tenido que acercarse por el pasillo muy silenciosamente… Como si supiera ya que él estaba allí.

En cuyo caso, alguien debía de haberlo visto entrar. Millingen, no. Se había ido. Pero el criado… ¿podría haber vuelto sobre sus pasos mientras Yashim estaba pasando a través de la tolva de carbón?

Pero entonces… ¿Por qué esperar tanto para cerrar la puerta con llave?

Yashim se mordió el labio. Levantó la caja de papeles sobre la mesa.

Había venido a hacer un trabajo, y ahora, al parecer, le estaban proporcionando el tiempo para terminarlo.

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