Yashim removió los fogones, arrojó unos trozos de carbón y sopló hasta que prendieron. Mientras el carbón se calentaba, desempaquetó su cesto. Harina, arroz, aceite. Tendría que buscar nuevos recipientes. Una porción de mantequilla, envuelta en papel. Frunció el entrecejo, pensando en lo que iba a hacer; había olvidado la pimienta.
Se dirigió a la ventana y miró abajo, al callejón. Estaba vacío. Se inclinó fuera y gritó:
– ¡Elvan!
Volvió a la cocina, cogió tres berenjenas y las limpió con un trapo húmedo. Las depositó sobre los carbones, luego cogió un pedacito de mantequilla y lo dejó caer en una pequeña sartén. Siguiendo un impulso, levantó la sartén hasta su nariz y olió. Estaba perfectamente limpia, de manera que la colocó, con un sentimiento de culpa, a un lado del fogón, donde la mantequilla se fundiría.
Les dio la vuelta a las berenjenas y regresó a la ventana.
– ¡Elvan!
La mantequilla se estaba deslizando por la sartén, de manera que la removió con una cuchara de madera, observando que empezaba a burbujear. Tomó un buen pellizco de harina con la mano izquierda y empezó a espolvorearla lentamente sobre la mantequilla, que seguía agitándose. Mientras lo observaba, empezaron a formarse blandas migajas y luego una bola amarilla.
Quitó la sartén del fuego, volvió a dar vueltas a las berenjenas y se dirigió a la ventana.
Un niño se encontraba de pie en el callejón, con las manos en las caderas.
– ¡Elvan! ¡Soy yo, Yashim!
El niño levantó la mirada.
– Un poco de leche, por favor. Y pimienta blanca, si puedes conseguirla -gritó Yashim.
Elvan levantó una mano, Yashim lanzó una moneda, y el niño la cogió al vuelo, como siempre hacía.
Cuando las pieles estuvieron chamuscadas, Yashim envolvió las berenjenas con un trapo. Afiló un cuchillo. Al cabo de un par de minutos empezó a raspar la piel con el borde de la hoja. Bajo la ennegrecida piel, apareció la carne blanca; Yashim recordó los brazos de Mavrogordato sobre la mesa, e hizo una mueca.
Elvan entró con una jarra de leche y un sobrecito de pimienta.
– ¿Te has acordado de que la quería blanca?
– Desde luego, effendi.
La carita adoptó una expresión de herida inocencia, y Yashim se rió.
– Puedes guardarte el cambio -dijo.
Machacó las berenjenas en el mortero. Calentó nuevamente la sartén y con lentitud empezó a añadir leche, gota a gota.
En la embajada francesa, en Pera, el embajador estaba escribiendo su informe. Palabra por palabra, la acusación contra Yashim estaba cobrando forma e hinchándose, con el más suave estilo diplomático. Sin acusar a nadie, dando mucho a entender.
Se oyeron unos golpecitos en la puerta. Yashim frunció el entrecejo.
– ¿Elvan? -gritó, sin apartar los ojos de la sartén.
Oyó el clic del picaporte y sintió un hormigueo en el cogote.
Muy cuidadosamente, dejó a un lado la sartén. Miró hacia la puerta, que se abría lentamente hacia dentro, y luego hacia el cuchillo que descansaba en el tajo.
– ¿Quién es? -gritó-. ¿Quién está ahí?