Yashim descendió por la colina junto a la Sublime Puerta y cruzó por delante de la Nurisyane, donde había encontrado a los porteadores de la litera la noche anterior. Al pasar ante la entrada del Bazar Egipcio, vaciló, y luego se metió en él. Los ricos aromas de canela y clavo, de comino, de coriandro y de jengibre molido hicieron que la cabeza le diera vueltas. Montañas de vivido polvo rosa en cada puesto, especias picantes procedentes de todas partes del mundo, de las costas de la India y las montañas de China, de Persia y de Arabia y de las islas de los Mares del Sur, traídas aquí, a este gran centro del comercio mundial, en dhows, en carraca, en caravanas de camellos y de mulas, a través de desiertos, de procelosos mares, cruzando los pasos de legendarias cadenas montañosas, trocadas y compradas, por las que se había luchado y robado, adquiriendo cada vez más valor hasta que, finalmente, llegaban a su mercado en el borde de Europa, y se desvanecían en una sopa, un guiso o un arroz.
Yashim hizo una pausa, mareado por la reflexión. ¡Qué mundo habían construido los hombres! ¡Qué aventuras emprendían, simplemente para dar color y sabor a su dieta! El bazar era una fuente inagotable de tesoros… Sin embargo, nada cambiaría si un vendaval esparciera todos aquellos polvos a los cielos; nadie se moriría de hambre, los imperios no caerían. Las piedras mismas del bazar seguirían oliendo fuertemente a especias durante mil años más, ¿no?
Por algo tan trivial y efímero, los hombres podían ser asesinados. Por una idea tan inmaterial como el perfume que se alzaba de los montones multicolores de semillas molidas, había gente dispuesta a morir. Un inmigrante en la ciudad, que se esforzaba por mejorar su posición y mantener a sus hijos, desaparecía. ¿Por qué?
Nada había sido robado, al parecer. Nadie comía mejor. Pero quizás se había realizado una idea, se había cumplido un sueño. Lefèvre, muerto en la calle. No había ningún dinero en su cadáver, pero no se habían llevado nada. Muerto por un libro, quizás: algunas observaciones sobre una ciudad que ya no existía, los pensamientos y recuerdos de hombres que hacía mucho tiempo que habían desaparecido. La ciudad aún vivía, y respiraba y comía y dormía. Se podía comer un arroz pilaf sin azafrán.
Salió del Bazar de las Especias por la puerta del norte para recorrer un serpenteante camino a través de los callejones y arcadas del Gran Bazar. Compró un chal nuevo y examinó algunas de las viejas alfombras korassianas; se quedó dubitativo ante una selección de candados ingleses, antes de decidir que no necesitaba ninguno, compró unos platos de loza, y finalmente se encaminó a casa a través del Bazar de los Libros. La tienda de Goulandris estaba cerrada.
La viuda Matalya y sus damas habían realizado un trabajo concienzudo. Los suelos estaban fregados. Las paredes habían sido nuevamente enjalbegadas y brillaban a la dorada luz de la tarde. Su patrona había encontrado un tapiz para el diván y reemplazado algunos de los cojines, pero las vacías estanterías tenían un aspecto esquelético. De su cocina y sus provisiones sólo quedaban los cacharros de metal, los cazos y los cuchillos. La habitación olía a jabón.
Yashim se sentó en el borde del diván y desenvolvió un paquetito del Bazar Egipcio. El papel doblado contenía un único taco de ámbar gris, la más extraña de las especias, y tan rara que un sultán había sido censurado por usarla en su barba. El ámbar gris se recogía en el océano Atlántico, a centenares de millas de distancia, y se sacaba, por lo que Yashim había oído, de la panza de la ballena.
Su olor era dulce, aunque no empalagoso; era también irresistible, penetrante, el perfume más intenso del mundo, capaz de impregnarlo todo. Yashim se recostó en el diván, con el trocito de ámbar gris descansando sobre su barriga.
Poco a poco su perfume se esparció con sigilo por su desnuda habitación, poseyéndola invisiblemente, impregnando el aire.