La viuda Matalya se balanceaba de un pie al otro. No sabía qué sugerir. La dama franca se había despertado horas antes, pero, cuando iba a verla, la mujer no decía nada; simplemente la miraba fijamente con ojos tristes. Finalmente, la viuda Matalya le llevó algo de comer, y una taza de té.
La joven se incorporó en la cama.
– Chai -dijo tímidamente.
La viuda Matalya asintió animadamente. Señaló los platos uno a uno.
– Pan. Queso. Aceitunas. Coma -añadió-. Está bueno. -Se dio una palmadita en el estómago. Luego, de forma totalmente inconsciente, acarició la mejilla de la joven-. Sé lo que siente.
La mujer franca le brindó una pequeña sonrisa. La viuda Matalya se sentó en la cama, muy animada.
– Incluso para mí, fue un golpe. Los tenemos y luego los perdemos. ¿Por qué nos debería sorprender? Los hombres siempre corren arriba y abajo, un día, son sólo unos niños, y al siguiente… Bueno, se han ido. Pero al menos…
Se detuvo, por una vez. Al menos dejan algo detrás, había estado a punto de decir. Pero ella no podía presumir. Tomó la manita blanca de la otra mujer entre las suyas y le dio una palmadita. Luego cogió una aceituna y se la metió a la joven en la boca. La mujer dijo algo. La viuda Matalya sonrió y asintió con la cabeza.
– Está bien. Habrá muchas lágrimas todavía. Más vale que recupere energías.
Con cuidado rompió un pedazo de pan y lo mojó en el aceite de oliva. Quizás era franca, pero era como todo el mundo, como un pajarillo. Un precioso pajarillo.
– Es un pan bueno. Las aceitunas son buenas -dijo amablemente-. ¡Aprenda a sonreír de nuevo! Apenas tiene usted veinticinco años, diría, y ¿quién sabe qué caballero franco no va a pegar un brinco ante esa sonrisa? -Alargó una mano y acarició el cabello de la muchacha-. Y tiene un cabello precioso, diré en su favor. Es usted un verdadero bombón.
La joven puso su mano sobre la de la vieja y la mantuvo allí, apretada contra su cabello, con los ojos cerrados.
– Sobrevivirá -dijo más tarde la viuda Matalya a Yashim-. Pero es tan cruel, effendi. Está muy lejos de su gente. La única palabra que conoce es chai. No es que pida mucho, es tan dulce… Pero ¿puede usted… puede usted hablar con ella?
Yashim la encontró en el patio, en la parte trasera de la casa. La viuda Matalya lo había considerado más adecuado. Amélie estaba sentada sobre el tocón de una vieja columna, bajo la sombra de una higuera, con una nueva blusa y la falda que había llevado el día anterior. Sus gruesos rizos estaban sujetos con una cinta y llevaba el cuello desnudo. Aunque tenía los ojos enrojecidos, Yashim pensó que su aspecto era adorable.
– Madame Lefèvre -empezó-. Lo… lo siento mucho.
Ella bajó los ojos hacia el suelo.
– No había esperado… -Su voz se apagó. Entonces levantó la mirada, ladeando la barbilla-. Ha sido usted muy amable, monsieur.
Yashim apartó la mirada. Frotaba una hoja de higuera entre sus dedos.
– Pensaba decírselo directamente. Y no sabía cómo.
Oyó la respiración de la mujer.
– Por favor, cuénteme… cómo sucedió.
Y Yashim se lo contó. Habló de su cena del jueves, la primera vez que se habían visto, haciendo que pareciera que se habían hecho amigos. Le habló de la manera en que Lefèvre reapareció más tarde, asustado, y de qué forma había buscado su ayuda, y la historia del barco y del bote, omitiendo muy poco.
– Usted lo envió a la muerte -dijo ella, temblando.
Yashim abatió la cabeza.
– No tenía ni idea -dijo-. Ahora me parece… Creo que fue a encontrarse con alguien. Antes de marcharse.
Los ojos de la mujer buscaron su cara.
– Así era él -dijo ella-. Perdóneme, effendi. Hizo usted todo lo que pudo.
Yashim pensó que nada de lo que ella pudiera haber dicho le habría hecho sentirse tan pequeño.
– La llevaré a usted a la embajada -dijo.
– La embajada… -repitió ella lentamente.
– Su gente, madame -dijo él-. Ellos pueden cuidar de usted.
La mujer se inclinó para deslizar su dedo entre el cuero de su zapato y la media, como si tuviera algo metido allí. Se enderezó. Se quitó la cinta del pelo y con una sacudida de la cabeza dejó caer en cascada el cabello sobre sus hombros.
– Lo siento, monsieur Yashim. Yo soy Amélie LefÈvre. Nadie (y menos que nadie la embajada) cuida de mí.