– Gracias por detenerse.
– ¿Qué está usted haciendo aquí?
– Estaba buscando a unas personas -dijo Yashim. Mavrogordato miró hacia atrás, al muelle.
– Al parecer, las encontró.
– No, no eran ésas las que buscaba. -Yashim se secó la frente y tomó aliento-. Usted me apartó del caso.
El joven se encogió de hombros.
– Madre lo hizo.
En la oscuridad, resultaba difícil decir si estaba mintiendo.
– Lefèvre ya estaba muerto -dijo Yashim-. Usted no podía haber sabido eso, ¿verdad?
– ¿Por qué preocuparse? Un hombre como Lefèvre…
Yashim oía el agua goteando de la espadilla.
– ¿Fue una coincidencia, entonces?
– Está usted en mi bote -señaló el joven-. Eso parece una coincidencia, ¿no?
– Quizás. Pero… yo lo estaba buscando, también.
– ¿Usted…? ¿Usted me seguía?
– No. Pero oí que usted venía aquí a veces.
– Eso no es cierto. ¿Quién le dijo eso?
– Es cierto esta noche, ¿no?
Alexander Mavrogordato no replicó. Si había estado fumando, pensó Yashim, parecía tranquilo.
– ¿Quién es el dueño del Ca d'Oro?
El frágil esquife se balanceó al cruzar la estela de un bote de pescador.
– ¿Qué tiene eso que ver con ello?
– ¿Es uno de los barcos de su padre?
– Escuche, amigo. -Alexander se acercó-. Yo desconozco los negocios del viejo. Dentro de seis meses, estaré fuera de aquí, si Dios quiere.
– ¿Fuera de aquí? ¿Por qué?
– Eso es asunto mío -replicó Alexander-. Usted no lo entendería. El Fener. El Bosforo. El bazar… usted piensa que es el mundo, ¿no? Todos lo piensan. Y sólo porque el sultán hace unos pocos cambios aquí y allá, creen ustedes que están viviendo en el lugar más moderno de la tierra. Basura. Constantinopla es un lugar atrasado. Se sorprendería usted. El resto del mundo… se ríe de nosotros. París, San Petersburgo. ¡Vaya, en Atenas tienen incluso luz de gas en las calles! En un montón de calles. Tienen… política, filosofía, todo. Salas de concierto. Periódicos. Puede usted comprar un periódico y sentarse a leerlo en un café, y nadie se fija en usted. Al igual que en el resto de Europa. La gente tiene opiniones allí.
– ¿Y leen periódicos que tienen las mismas opiniones?
– Sorprendente, ¿no? Me voy allí, amigo. Me casaré, y… me iré.
– Y su mujer… ¿Está usted seguro de que querrá ir allí?
– ¿Mi mujer? Hará lo que yo quiera, por supuesto. Le regalaré vestidos elegantes, y celebraremos cenas e iremos a la ópera, y cosas así. Seremos completamente libres. Usted no lo entendería.
Yashim movió negativamente la cabeza. El muchacho estaba en lo cierto. Si la libertad significaba sacar tus opiniones de los periódicos y vestir como todo el mundo, entonces se trataba sin duda de algo que él jamás comprendería. Una placer, quizás, que él nunca tendría derecho a disfrutar.
– Gracias por detenerse -dijo-. Puede usted dejarnos donde prefiera.
Alexander gruñó algo que Yashim no captó. Probablemente, pensó, era mejor así.