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El doctor Millingen bajó por las escaleras de su casa y subió a una silla de manos que lo aguardaba en la calle. Los porteadores se echaron al hombro la carga e iniciaron plácidamente su camino con paso largo a través de la multitud que fluía colina abajo, hacia el embarcadero de Pera.

El doctor Millingen colocó sus manos sobre el cierre de su maletín de cuero. Edimburgo, pensó, lo había preparado para muchas cosas, pero nada podría jamás reconciliarlo con una silla de manos. El sultán lo había ordenado, por supuesto, de manera que no tenía mucho sentido rehusar el aparente honor… Y, como modo de transporte, era muy adecuado para las empinadas y retorcidas calles de la moderna Pera, donde un caballo podía tener problemas para pasar entre la multitud, o resbalar en los adoquines bajando por la colina. Pero Millingen siempre se sentía ridículo y al descubierto, como una cereza sobre una tarta escarchada.

Respiró pesadamente y dio unos golpecitos a su maletín. Lo tenía todo en su cabeza. Lo que tenía que recordar era que todo eso no le importaba a nadie más que a él. Captó su propio reflejo en el amplio escaparate de cristal de la pastelería parisién, subido en su balanceante litera, y sonrió para sí. La cereza sobre el pastel, realmente.

Nadie en Estambul se fijaría en él.

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