Amélie sentía la presencia de la multitud a su alrededor, densa y hostil, así como la presa del hombre en su brazo. Éste se había mostrado furioso hasta entonces, pero ahora parecía sólo asustado. Ella ladeó la cabeza y trató de evitar los golpes que casi podía sentir que iban a llover sobre ella.
No tuvo tiempo de pensar que había sido una estúpida.
Alguien le tocó el hombro, y ella logró escabullirse, empujada al mismo tiempo por el peso de la multitud a sus espaldas y los insistentes tirones del viejo. Allí estaba la puerta, atestada de hombres; el sonido de voces que no podía comprender llenaba sus oídos. Bajó la cabeza y vio sangre en sus desnudos pies. No recordaba haberse cortado. Había dejado sus zapatos en la fuente.
Se acercaron a la puerta. Bien fuera porque la enfurecida multitud que tenía a sus espaldas no podía hacerse comprender por encima del canto del almuecín, o porque la gente estaba simplemente demasiado asombrada por el espectáculo del portero medio arrastrando a una mujer extranjera fuera del recinto de la mezquita, la agitada turba que fluía hacia la puerta pareció detenerse y, por un momento, se presentó una vía de escape. El viejo se lanzó por ella.
Cruzaron atropelladamente la puerta; los hombres que venían a la oración se encontraron con la multitud que acosaba a la pareja, como si fueran dos olas, y por un momento cada una de ellas frenó el impulso de la otra. Había justo el tiempo suficiente.
El guardián de la portería arrastró a Amélie hacia delante.
Un carruaje bajaba traqueteando por la pendiente del Palacio Topkapi, tirado por dos caballos tordos. El cochero estaba de pie en el pescante y alguien se asomaba por la ventana.
Amélie dio un repentino tirón, y la presa del portero sobre su brazo cedió. Sin pensarlo un momento, ella se lanzó hacia los caballos.
Uno de éstos echó hacia atrás la cabeza. El conductor tiró de las riendas.
Amélie cerró los ojos y apartó la cabeza.
Como desde la lejanía, oyó una voz que decía, en francés:
– Vite, madame, vite! Salte dentro.
Otra mano estaba debajo de su codo, tirando de ella hacia arriba.
Amélie medio cayó, medio saltó, a través de la puerta del carruaje.
– ¡Rápido, Hassán! ¡Sigue!
La sacudida la arrojó hacia atrás contra el asiento. Amélie abrió los ojos.
Había un hombre frente a ella, arrodillándose en el asiento opuesto y dando órdenes al conductor a través de la trampilla.
El hombre se dio la vuelta hacia ella con expresión preocupada.
– No tengo idea, madame, de lo que la ha traído a usted aquí, pero creo que hemos prestado algún servicio.
Miró a través de la ventanilla.
– Pero los venceremos -dijo oscuramente-. Permítame que me presente. Soy el doctor Millingen, el médico del sultán.