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La voz era baja y áspera, y procedía de atrás, mientras el crepúsculo caía.

– Eh, Giorgos.

Era la hora de la plegaria de la noche, cuando uno ya no puede distinguir entre una hebra negra y una blanca. Giorgos sacó el cuchillo de cocina de su cinto y cortó el aire mientras se daba la vuelta. Por todo Estambul, los almuecines, subidos en sus minaretes, echaban hacia atrás la cabeza y empezaban a cantar.

Era un buen momento para descargar un golpe mortal contra un hombre en la calle.

Las ásperas ululaciones se extendían en sollozantes oleadas por el Cuerno de Oro, donde los remeros griegos estaban encendiendo sus luces de navegación en sus deslizantes esquifes. Las notas de la plegaria se extendían por el barrio europeo de Pera, con algunas luces que oscilaban contra el negro acantilado de la colina. Barrían el Bosforo hasta Uskudar, una mancha de color púrpura que se diluía en la negrura de las montañas: y desde allí, en el lado asiático, las mezquitas de la línea costera devolvían el eco.

Un pie alcanzó a Giorgos en la zona lumbar. Los brazos de éste se separaron y avanzó tambaleándose. Tropezó con un hombre que tenía una cara larga como si estuviera lamentando alguna cosa.

El sonido fue aumentando a medida que un almuecín tras otro iba recogiendo el grito, tejiendo entre los minaretes de la ciudad el tenue resplandor de un cántico que expresaba de un millar de maneras la flaqueza del hombre y la identidad de Dios.

Tras esto el cuchillo perdió su uso.

La llamada a la plegaria duró unos dos minutos y medio, pero para Giorgos se detuvo antes. El hombre de la triste expresión se agachó y recogió el cuchillo. Era muy afilado, pero su punta estaba rota. No era un cuchillo para luchar. Lo arrojó a las sombras.

Cuando el hombre se hubo ido, un perro amarillo asomó cautelosamente de un cercano portal. Un segundo perro avanzó furtivamente sobre su barriga y se acercó agachándose, gimiendo con esperanza. Su cola golpeaba el suelo. El primer perro soltó un grave gruñido y mostró los dientes.

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