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Sosteniendo la lámpara en una mano, Goulandris inspeccionaba las estanterías que se alineaban en su chiribitil del Gran Bazar. De vez en cuando alargaba la mano para alinear los libros con un golpecito y llenar los huecos. Satisfecho, regresó a su taburete, dejó la lámpara sobre la mesa y sopló la llama.

Una sombra cruzó la mesa. Goulandris levantó la mirada, sin entusiasmo.

– La tienda está cerrada -dijo. Movió la cabeza para ver mejor, pero la figura de la puerta permanecía recortándose contra la luz-. Vuelva usted mañana.

Giró nuevamente la cabeza, esperando identificar al hombre de la puerta. Si volvía al día siguiente, eso demostraría que estaba ansioso. Goulandris quería poder reconocerlo.

– Había un libro -dijo el hombre lentamente.

El librero lanzó un suspiro. Abrió el cajón y dejó caer el pequeño libro de contabilidad en él. Cerró el cajón con ambas manos.

– Hay muchos libros -dijo quejumbrosamente-. Mañana.

Las sombras se hicieron más intensas. Goulandris tuvo la impresión de que el hombre había avanzado un paso, entrando en la habitación. Pero para él, con un solo ojo, siempre era difícil decirlo.

Pero sí, la voz parecía más cercana.

– No muchos libros. Sólo uno. Un libro latino. Estoy seguro de que puede usted recordarlo.

Goulandris tragó saliva. Se inclinó, apartándose un poco de la mesa, dejando que sus manos se movieran un poco hacia una pequeña campanilla que se encontraba en una estantería baja detrás de su taburete.

– Ahora no -dijo-, me voy a casa.

El hombre estaba cerca de la mesa.

– Por favor, señor Goulandris, no toque esa campanilla.

Goulandris se reprimió. Empezó a levantarse de su taburete, apoyando ambas manos sobre la mesa.

Pero el desconocido, al parecer, no quería que Goulandris volviera a ponerse de pie.

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