Yashim dio unos toques a la costra que se había formado sobre la miyane. El fuego estaba casi apagado. No sintió ninguna urgencia de volver a empezar. No tenía realmente mucha hambre.
Miró a su alrededor en busca de un trocito de pan o una galleta, pero, por supuesto, el lugar estaba vacío.
Se fue hacia el diván y se sentó cogiéndose las rodillas. Miró por la ventana a través de los tejados.
¡Miyane! Es lo que uno hace cuando un invitado aparece inesperadamente. Una mezcla más espesa, naturalmente. Le echabas un poco de pasta, y lo comías cortado en pedazos.
Madame Lefèvre había sido, de todas las posibles apariciones, la más inesperada.
Lo había sorprendido su belleza. A él, que tenía permitido caminar por el harén del sultán, y lo hacía con indiferencia, entre docenas de mujeres escogidas en todos los rincones del imperio solamente por sus encantos. Lefèvre no hubiera sido el hombre que habría imaginado para ella; demasiado reservado y con pocos modales. Mientras que su mujer… Bueno, difícilmente sabía qué pensar.
Algo más que su belleza lo había afectado, desde luego. Ella le había hablado como a un amigo. Habían incluso reído juntos, como si se conocieran desde hacía mucho tiempo.
Ella le había hecho reír.
Y él se había sentido demasiado embriagado para decir lo que sabía que se tenía que decir. Demasiado cobarde para romper el hechizo.
La viuda tenía un corazón bondadoso. Respondería por el momento, pero al día siguiente él tendría que llevar a madame Lefèvre con su propia gente… A la embajada otra vez. Puso mala cara ante la idea.
Mavrogordato. ¿Qué había averiguado por Mavrogordato?
Sólo que un francés, con un traje europeo, podía conseguir, de un respetable banquero, la clase de préstamo que un albanés de la misma ciudad tenía que pedir a un usurero. ¡Doscientos francos!
Yashim dejó de mesarse los cabellos.
Doscientos francos, por lo que Yashim sabía, eran unas seiscientas piastras.