Ya había oscurecido cuando Yashim llegó al embarcadero de Karakoy. Estambul, al otro lado del Cuerno de Oro, parecía extrañamente poco familiar, el contorno de sus colinas oculto en la oscuridad, vagas alturas resaltadas por las linternas que ardían sobre minaretes y cúpulas. Por un momento, era posible creer que la ciudad había sido reemplazada por montañas, sus picos y laderas salpicadas aquí y allá por chozas de carboneros.
Cerró los ojos, se tambaleó ligeramente y, cuando los volvió a abrir, tuvo la impresión de mirar a través de una vasta extensión de negra agua, hacia los faroles de lejanos buques que cabalgaban un invisible horizonte que parecía estar muy arriba y muy lejos.
Tomó el primer bote que le ofrecieron, consciente de que el esquife no era una embarcación para un hombre que había bebido demasiado. Su delgado y ligero casco era una endeble envoltura para proteger a dos hombres del agua, que lamía casi el borde de la barca. Se reclinó en el rojo cojín, cambiando su peso al codo izquierdo para ayudar a equilibrar el elegante y oscuro casco. Ahora podía ver la gran extensión de la ciudad, como de costumbre, y la cálida, baja luz del farol del embarcadero, donde los esquifes estaban amarrados.
El remero colgó una endeble linterna en la proa y cogió los remos. Empujó el esquife fuera del embarcadero con un movimiento amplio y experto del brazo. Como una flecha, el esquife se deslizó silbando a través del agua. Yashim dejó que sus ojos se cerraran.
El aire era cálido. A través del agua, murmullos y fragmentos de conversación llegaban perezosamente del desembarcadero. Los perros que ladraban en la Punta de Gálata sonaban cerca. Yashim sentía el rítmico tirón de los remos; el agua chocaba contra el casco. El remero habló pero no con él, y se produjo una débil sacudida, una quietud, una ausencia de sonido familiar. Una ola golpeó el esquife y lo hizo balancear ligeramente. Yashim abrió los ojos.
El bote había dejado de moverse. Vagamente recortado contra la luz del farol podía verse al remero, sus hombros inmóviles: parecía estar descansando sobre sus remos. Las luces de la ciudad viajaban lentamente alrededor de él, por detrás de su cabeza, como las luces de un carrusel de feria. A Yashim le gustó esa explicación. Por el momento, no podía pensar en otra.
Parpadeó varias veces. El silencioso barquero, razonó, estaba esperando a que él hablara.
Una luz en la orilla se apagó. Cuando reapareció al otro lado de la negra silueta del remero, Yashim cayó en la cuenta de que no era Estambul lo que estaba girando; más bien el propio esquife estaba haciéndolo gradualmente con la corriente.
– ¿Qué pasa? -preguntó Yashim.
El remero no se movió. En su lugar otra voz replicó:
– No pasa nada, effendi. Dentro de un momento, si usted gusta, continúa viaje. Usted es un hombre bueno, estoy seguro.
Yashim sintió que se le erizaban los pelos del cogote.
– ¿Qué quiere usted?
– Sí, sí. Un hombre bueno. -El esquife tembló ligeramente. En la oscuridad, comprendió Yashim, otro bote se había situado a su costado-. No le gusta tener cosas que pertenecen a otros hombres, ¿verdad?
La voz procedía de algún lugar detrás de su cabeza. Yashim estaba bien despierto ahora, su mente esforzándose rápidamente por construir una imagen de su situación. La veía, como si dijéramos, desde arriba. Si su remero se estaba apoyando en los remos, todavía extendidos sobre el agua, el otro bote debía de haber venido a su lado, a menos que sus remos estuvieran desarmados. Había tenido la impresión de que la anónima voz de la oscuridad estaba demasiado cerca para eso. Lo cual hacía probable que los dos botes estuvieran popa contra popa. No tenía más que alargar el brazo y encontraría… ¿Qué? La mano del que hablaba sobre el borde de su esquife. Los nudillos estaban doblados sobre la regala.
– ¿Qué passa? ¿De qué hablass? -Confiaba en que su voz pareciera la de un borracho.
– Hablo de un libro, míster. Es pequeño. Negro. No te pertenece, ¿comprendes? Pero haremos bien las cosas. Dame el libro y sigue tus caminos.
La mano de Yashim se dirigió a su pecho. El libro de Lefèvre no estaba allí.
– ¿Quién es usted? -dijo con voz espesa.
– Por favor. Sólo el libro.
El bote dio un leve bandazo, y se oyó un clic metálico. Algo centelleó momentáneamente en la oscuridad.
– ¿Cuánto vale su vida, effendi?
Sería muy pronto. Quedaba poco tiempo.
Yashim se incorporó. Alargó su mano buscando apoyo y trató de quitar los dedos del hombre del lugar donde se agarraban al borde de su esquife.
Cuando uno se dispone a subir a un bote sujeto firmemente contra un embarcadero fijo, o inmovilizado por los remeros, es posible quedarse de pie durante unos momentos.
En aguas abiertas, cuando no hay nada que estabilice el bote y los remeros no están adiestrados, no dispone de segundos. Quizás sólo de uno.
Yashim se puso de pie.
Se adelantó y golpeó el suelo con el pie, entre los dos bordes.
Se oyó un crujido, y los botes se sumergieron juntos. Cuando el casco de su esquife fue lanzado hacia arriba de rebote, Yashim retrocedió un paso, y se proyectó hacia atrás, al agua.
Se quitó el agua de los ojos con las manos, mientras se liberaba de su capa, dejándola flotar. Hizo lo mismo con el blanco turbante de su cabeza. Podía reflejar la débil luz. Con la cabeza sobre el agua, se concentró en permanecer a flote lo más silenciosamente posible mientras tres hombres forcejeaban, maldiciendo, allí mismo. Yashim cogió el dobladillo de su capa con los dientes y retrocedió suavemente. La capa lo protegería y le serviría de aviso si alguien trataba de agarrarlo en la oscuridad.
Podía oír a los hombres más claramente ahora. Uno de ellos estaba maldiciendo. Quizás se trataba del hombre cuya mano había pisado. Otro se estaba lamentando de la pérdida de sus remos. Alguien finalmente le dijo que se callara.
Con los botes desaparecidos, los hombres tendrían que nadar hacia la orilla. La costa de Pera estaba algo más cerca; probablemente nadarían hacia allí. Yashim siguió braceando silenciosamente hasta que los oyó chapotear, y entonces soltó la capa y se volvió hacia delante. Nadaba braza, sin tratar de luchar contra la corriente, que lo estaba llevando lentamente hacia el Bosforo.
Unos veinte minutos más tarde, un par de porteadores descalzos que disfrutaban de una tranquila calada ante la Nueva Mezquita se vieron sorprendidos al ser llamados por un hombre que salió chapoteando de la oscuridad. Era inaceptable que el hombre estuviera chorreando, pero les dobló la tarifa habitual por llevarlo a los baños de Fener. El negocio había estado muy tranquilo toda la noche.