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Las cejas de la viuda Matalya se fruncían y se desarrugaban mientras ella hacía sus cuentas. Masticaba con sus encías sin dientes, mientras le temblaban los pelos sobre un gran lunar negro de su mejilla. De vez en cuando sus dedos se crispaban. A la viuda Matalya no le importaba, porque estaba dormida.

Soñaba, como de costumbre, con pollos. Había una docena de ellos, leghorn y bantam, escarbando en el polvo del pueblo anatolio donde ella había nacido hacía más de setenta años, y los pollos de su sueño eran exactamente como los pollos que ella había cuidado de joven, cuando sipahi Matalya los había perseguido a través de su patio y los había enviado graznando y aleteando al tejado de su propio gallinero. Sipahi Matalya se la había llevado con él a Estambul, por supuesto, porque él era sólo un sipahi de verano, y habían compartido un muy feliz matrimonio hasta que él murió; pero, ahora que sus hijos habían crecido, ella pensaba muy a menudo en aquellas cuarenta aves. Despierta, se preguntaba quién se las había comido. Dormida, comprobaba que todas estaban a salvo. Era bueno volver a ser joven, con toda aquella vida por delante.

Veintinueve. Treinta. Esparció un poco más de grano y observó cómo las aves lo picoteaban en la tierra. Treinta y una. Treinta y dos. ¿O se había equivocado? El ruido producido por los picos de las aves golpeando el suelo la estaba confundiendo. ¡Cras! ¡Cras! Treinta y dos, treinta y tres.

Los labios dejaron de moverse. Los ojos de la viuda Matalya se abrieron. Con un suspiro se levantó laboriosamente del sofá, se ajustó el pañuelo de la cabeza y se dirigió a la puerta.

– ¿Quién es?

– Soy Yashim, hanum -gritó una voz-. No tengo agua.

La viuda Matalya abrió la puerta.

– Eso es porque el grifo del patio está atorado, effendi. Ha de venir alguien. Hemos de tener paciencia.

– Tengo mi barreño -dijo Yashim-. Iré a buscar un soujee en la calle. ¿Puedo traerle un poco de agua para usted, hanum?

Yashim estuvo fuera durante media hora, y volvió con aire de exasperación.

– No tiene por qué preocuparse del grifo. Pasa en toda la calle -dijo-. Hay mucha agua más allá de la Kara Davut. Tenga, llené su barreño.

– Gracias, effendi. Despediré al hombre si viene. Arreglarán las tuberías y mañana tendremos agua otra vez, inshallah.

Inshallah, hanum -replicó Yashim.

Era un buen hombre, reflexionó la viuda Matalya, mientras cerraba la puerta.

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