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El hombre de la daga se movía tranquilamente a través de la ciudad. Su hoja era muy brillante y muy afilada, y colgaba abiertamente de su cinto sin ninguna funda.

Sultanahmet. Bayaceto. Era la hora de la plegaria. Desde lo alto de los minaretes, los almuecines estaban llamando a los creyentes a sus devociones. El hombre no los oía. No prestaba atención a las multitudes que iban a las mezquitas. Pasó de largo la esquina que conducía hacia Bayaceto, y prosiguió a paso rápido hacia la tercera colina. La multitud no significaba nada para él. No podían estorbarlo mientras se movía a través de la ciudad, siempre al mismo ritmo, dando los giros familiares.

Ahora Bayaceto estaba detrás de él.

El hombre de la daga sabía eso, aunque su mirada estaba fija en la oscuridad. Éste, pensó, sería su único contacto hoy con la gente que iba filtrándose y abriéndose camino a través de las calles de la ciudad.

Cumpliría su encargo, y la multitud seguiría moviéndose a su ritmo fijado. El apetito de la ciudad no habría cambiado.

La ciudad rezaría, y se lavaría, bebería y comería, porque era más grande que un solo hombre. Al igual que una cucharada de agua sacada de un tanque, el destino de un hombre no fijaba ninguna diferencia para la gente de Estambul. Se hundiría en el agua, sin más.

Y los secretos serían preservados.

Fener. En Fener se movió de la oscuridad a la luz.

Con todo, la gente no lo preocupaba. Tenía un encargo que cumplir.

Siguió las instrucciones. Localizó la puerta, que no estaba cerrada. No pensaba que lo estaría.

Entró silenciosamente. Tan silenciosamente que pudo oír el murmullo de una vieja hablando consigo misma.

Encontró las escaleras, que eran oscuras y angostas. Le convenían.

En lo alto de la escalera habría otra puerta.

Y sintió confortablemente en su mano el peso de la daga, que sacó de su cinto.

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