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Palieski sacó la mano de debajo de las ropas de la cama para coger el té.

– Gracias, Marta.

– Error -dijo Yashim, instalándose a los pies de la cama.

Palieski abrió los ojos.

– ¡Buen Dios, eres tú! Realmente, Yashim, puedes instalarte una cama aquí hasta que la mujer del desgraciado Lefèvre se haya ido.

– Demasiado tarde. -Yashim sacó un papel doblado de su capa-. Encontré esta nota bajo mi puerta esta mañana.

Palieski la abrió.


Mon cher monsieur Yashim:

Pocas palabras pueden expresar mi gratitud hacia usted. Perder a un amado marido, verse arrojada a la deriva en un país extranjero, descubrir que las más grandes esperanzas y sueños de una se han vuelto irrecuperables, son golpes que llegan a las profundidades del alma de una mujer.

Sin usted me habría desmoronado antes de ahora. Su amabilidad y hospitalidad me han dado energía para sobrellevar semejante adversidad… Quizás incluso esperanza. Pero ahora, noto, esa energía se ha agotado: me siento débil y, de no ser por usted, sola. Tengo intención de presentarme sin más tardanza al embajador francés… Que garantizará, si es amable, y creo que lo es, mi seguro retorno a Francia.

Le recordaré a usted con afecto, y deseo que usted alguna vez se acuerde de mí, su muy humilde y obediente amiga.

AMÉLIE LEFÈVRE.


– Una muy adecuada expresión de sentimiento, Yashim -dijo Palieski calurosamente-. «Golpes que llegan a las profundidades del alma de una mujer.» Dios mío. Probablemente lamentas que se haya ido. Yo lo lamentaría.

Yashim se retorció las manos. Sus labios aún ardían de cuando ella lo había besado.

– La embajada fue mi primera sugerencia. Debe de haberla hecho sentir incómoda. Era mi invitada.

Palieski lo miró atentamente.

– Mi querido amigo, eso no puede ser. ¿Está despierta Marta?

– Hizo el té.

– Tenía miedo de que pudiera ser demasiado temprano.

Se quitó de encima el edredón y se dirigió a la puerta.

– ¡Marta!

Yashim oyó que Marta se apresuraba escaleras arriba.

– Marta, querida. Nuestro amigo Yashim se está sintiendo un poco pachucho y quiere un desayuno abundante para reponerse. Café, huevos, pan. ¿Podemos arreglarlo? Hay una confitura de arándanos que acaba de llegar del pueblo; tomaremos un poco. Queso, aceitunas. ¿Qué más? Quizás un poco del, ah, embutido diplomático, también. Sírvelo en el salón, ¿quieres? Parece que hace un día estupendo, podemos comer en la ventana. ¿Un poco de fruta? Gracias, Marta, eres espléndida.

Se volvió hacia su amigo y se frotó las manos.

– No más tristeza, Yashim. La chica se ha ido (la chica de Lefèvre, quiero decir), y pienso que ha hecho lo mejor. No podemos tenerla andando por ahí abatida, en un país extranjero, sin nadie con quien hablar excepto tú. Francia, ése es el lugar para ella. Deja que me ponga alguna cosa, y estaré listo en un momento.

Yashim estaba tomando café en la sala de estar cuando Palieski se reunió con él.

– Ella no sabe que su marido era Meyer -dijo Yashim-. Pero ayer se encontró con Millingen.

Le contó a Palieski lo que Amélie le había explicado.

– ¿Y estaba ocultando algo? -Palieski frunció el ceño-. No lo entiendo, Yash.

Éste suspiró.

– Yo tampoco -reconoció.

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