No había más remedio, pensó Yashim mientras deslizaba sus manos alrededor de la boca del túnel.
Se dio la vuelta y buscó a tientas los brazos de Amélie. Puso las manos bajo los sobacos de la mujer y empezó a arrastrarla hacia atrás. El ángulo era difícil, la espalda le dolía y protestaba. Cada pocos metros se detenía para recuperar el aliento, mientras el sudor le corría por la cara. Para empeorar las cosas, el corte de su mano derecha había empezado a sangrar otra vez, allí donde el vendaje había caído.
No tenía la menor idea de qué hacer a continuación. Aunque consiguiera arrastrar a Amélie cien o quinientos metros a lo largo del túnel, sus posibilidades de encontrar el camino de salida eran escasas. El hilo de Amélie había desaparecido… Probablemente el naziry lo había ido recogiendo mientras avanzaba.
Rechinó los dientes y arrastró su carga unos pocos metros más. Se sentía mareado y aturdido, debilitado por el frío y la pérdida de sangre. Alargó una mano para apoyarse y casi se cayó de costado.
Sintió un escalón bajo los dedos. Probablemente, pensó, los escalones donde el naziry lo había encontrado. Parecían haber transcurrido siglos.
Se preguntó si podía dejar a Amélie allí, sobre los escalones, mientras buscaba la salida a tientas. Pero, si lo conseguía, ¿qué pasaría entonces? ¿Cómo regresaría? ¿Qué ayuda podía esperar encontrar allí? Difícilmente podía confiar en que los guardianes vinieran en su socorro. Y, mientras tanto, Amélie podría despertarse y encontrarse sola, en la oscuridad, enterrada viva.
La arrastró hasta el escalón inferior y apoyó suavemente su cabeza sobre la piedra. Pasando por encima de ella con exagerado cuidado, empezó a subir por los escalones.
La escalera daba varios giros en ángulo recto antes de que Yashim se encontrara en lo que parecía un estrecho corredor, en el cual podía permanecer de pie. Las paredes eran rectas, y las recorrió con los dedos hasta descubrir una nueva serie de escalones en el otro extremo. La entrada a esos escalones estaba festoneada con telas que se desmenuzaban al tacto y se pegaban a sus dedos.
El segundo tramo de escalones era en espiral, y no dejaba de girar y girar hasta que Yashim se sintió desorientado. Varias veces resbaló y cayó; subir por las escaleras le provocaba dolor en la pierna. Su caída final se produjo cuando se estrelló contra una pared, y empezó a sangrar por la nariz. La pared bloqueaba la escalera. Yashim deslizó sus manos por ella y por las paredes que lo rodeaban, inseguro de lo que estaba buscando, pero nada dispuesto a admitir que todo el esfuerzo había sido inútil. Pero así era. Si alguna vez había habido una entrada a esos túneles a partir de este lugar, hacía tiempo que había sido tapiada. Si la cisterna de Amélie era la misma que Gillius había visto, debía de hallarse bajo el Hipódromo; excepto por el espacio abierto, muchas cosas habían cambiado en aquel distrito desde los tiempos antiguos. El palacio de Ibrahim. La Mezquita Azul de Ahmed I. Los preciosos baños que Sinán había construido para Hürrem, la esposa rusa de Solimán, muy cerca de la entrada del Palacio Topkapi y Santa Sofía. Edificios monumentales.
Apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos con fuerza. Se sentía mareado y aturdido. Todo lo que tocaba parecía como si estuviera cayéndose, resbalando, moviéndose. Se preguntó cuánto tiempo había estado lejos de Amélie; quizás ahora ella estaba ya despierta, avanzando a ciegas y llorando en la oscuridad…
Levantó la cabeza y se dio la vuelta, con los ojos cerrados, buscando a tientas la pared exterior de la escalera, donde los escalones eran más anchos. Apoyó la espalda contra la curva de la pared y empezó a descender. Una guirnalda de telarañas se enredó en su cabello, tan viejas y polvorientas que colgaban en hebras como el desgreñado cabello de un derviche. Sacudió la cabeza para quitárselas.
Por unos momentos, se quedó mirando hacia atrás fijamente, incapaz de creer lo que estaba viendo. Comprendiendo que era capaz de ver algo.
Levantó la mirada hacia lo alto. En la cima, donde la pared cruzaba la escalera, se había abierto una delgada barra vertical de luz en el ángulo de las dos paredes.
Yashim bajó tan rápido como pudo por la escalera en espiral. Amélie estaba todavía yaciendo donde la había dejado. Su respiración era superficial y el tacto de su piel era como el del hielo. La cogió en sus brazos y la colocó en posición vertical; luego la abofeteó.
Al cabo, la mujer empezó a gemir.
La arrastró hasta ponerla de pie, sosteniendo el brazo de Amélie alrededor de sus hombros, su otra mano rodeándola por la cintura, y empezó a llevarla medio arrastrando, medio cargando con ella, escaleras arriba. El movimiento pareció reanimarla. Yashim sintió que Amélie tropezaba en los últimos escalones, y cuando entraron en el corredor, ya fue capaz de conducirla andando, sujetándola firmemente por el brazo y murmurando palabras de aliento.
– Casi hemos llegado, unos pasos más. Hay una salida; pronto verás la luz.
Se colocó detrás de ella cuando llegaron a la escalera en espiral, y la ayudó a encaramarse por ésta. Los movimientos de la mujer eran lentos y pesados, y Yashim se acordó de lo difícil que había sido para él moverse cuando salió arrastrándose del pozo de Xani, cuando cada músculo le pesaba una tonelada y todo lo que quería era quedarse dormido. A veces Amélie parecía perder el equilibrio, y él tenía que apuntalarse y cogerla cuando ella se deslizaba hacia atrás, cayéndole encima. Pero al final Yashim vio que la oscuridad empezaba a disolverse.
Ella permaneció callada mientras él aplicaba su hombro contra la pared. Un ruidito como de gruñido poco a poco se fue transformando en un sonido más grave cuando la piedra empezó a moverse y la barra de luz se fue ensanchando, centímetro a centímetro.
Antes de que alcanzara una anchura de quince centímetros, Yashim hizo una pausa y aplicó el ojo a la grieta.
Estaba mirando a través de una extensión de agrietado y pulido mármol hacia una enorme ventana de barrotes, situada a unos quince metros de distancia. La luz le hirió en los ojos. Levantando la mirada, vio un techo abovedado. Algo en las proporciones del edificio y la polvorienta negrura de sus muros le recordaba un lugar, pero por el momento no pudo imaginar dónde estaba.
Volvió a empujar. La pared, descubrió, estaba montada sobre un eje, de manera que un extremo se balanceaba hacia fuera y el otro lo hacia el interior. Pronto fue capaz de introducirse por la grieta y utilizar espalda y piernas para hacer girar la piedra, y fue entonces cuando comprendió de golpe lo que pasaba.
Habían hallado un camino para entrar en Santa Sofía.
No en la planta baja, y en ningún lugar próximo al antiguo altar mayor. La escalera en espiral había sido construida dentro de una de las vastas columnas que soportaban la gran cúpula, y ellos emergieron mucho más arriba, en la abandonada galería que se extendía bajo las cúpulas menores del mayor edificio del mundo antiguo.