El rostro de madame Mavrogordato tenía una expresión rígida. En el otro extremo de la larga mesa, monsieur Mavrogordato le lanzó una furtiva mirada y se sirvió de una fuente de cordero. Madame Mavrogordato observó que el criado colocaba la bandeja en la mesilla lateral.
– Puedes quitar el cubierto de Alexander, Dimitri. Cuando venga, puede comer en la cocina. Y dile que su padre quiere verlo.
– Sí, madame.
Dimitri se retiró. Mavrogordato cogió su cuchillo y su tenedor.
– ¡Vaya! -La voz de la mujer era como un filo cortante.
Las manos de su marido se congelaron en medio del aire.
– ¡Vaya! ¡Eres capaz de comer!
– Tenemos que comer, Christina, o nos moriremos -dijo Mavrogordato con voz triste.
Su cuchillo oscilaba con inseguridad sobre el cordero.
Madame Mavrogordato lo miró fijamente.
– A veces, monsieur Mavrogordato, uno debe elegir entre la deshonra y la muerte.
– Vamos, Christina, por favor…
Dejó el cuchillo y el tenedor suavemente junto a su plato.
– Deshonra, monsieur Mavrogordato -salmodió ella-. Esta vez quiero que hables con Alexander. Si sigue por ese camino, se va a ganar una reputación.
Mavrogordato asintió.
– Una reputación, monsieur Mavrogordato. Y la chica Ypsilanti tiene casi diecisiete años.
Mavrogordato asintió.
– No podemos permitir que fracase ese matrimonio. Los Ypsilanti puede que no sean tan ricos, pero tienen…
Su cabeza tembló suavemente. No podía decidirse a pronunciar la palabra.
Mavrogordato volvió a asentir. Parpadeó. Tras una pausa cogió nuevamente el cuchillo y el tenedor.
– Un individuo extraño vino a verme hoy -dijo con un tono indiferente.
Madame Mavrogordato no dijo nada.
– Eh… ah… se llamaba Yashim. Creo que es un eunuco.
Cinco minutos más tarde, cuando el cordero de Mavrogordato se hubo petrificado en el plato, el banquero deseó no haber cambiado de tema.