Yashim se introdujo en el túnel como una serpiente que desaparece en su madriguera. La luz de la puerta bailaba y destellaba sobre las paredes. Al frente sólo había oscuridad.
Dos pasos. Cinco pasos. Estaba muy adentro, agachado en la oscuridad. Se dio la vuelta, con dificultad, resistiendo la urgencia de apretar la espalda contra el bajo techo del túnel, debido al pánico. Respirando hondo, miró hacia atrás, a la boca del túnel, hacia la luz.
Vio que un par de pies calzados con sandalias se acercaban al borde del gran tanque. El hombre se arrodilló. Yashim podía verle las rodillas, y el brazo que se alargaba hacia el tanque. El hombre se puso de pie. Empezó a moverse a lo largo del borde del depósito como Yashim había hecho momentos antes. Bajó un escalón, y se detuvo. Al cabo de un momento, volvió a moverse y desapareció de la vista.
El hombre estaba bajando por los depósitos que formaban como un tramo semicircular de escaleras. Deteniéndose y abriendo los pequeños tubos a medida que avanzaba.
Yashim dio varios pasos hacia atrás, encogiéndose más en la oscuridad del túnel.
Mientras observaba, una luz anaranjada empezó a parpadear contra la pared lateral, cerca de la abertura.
No se había dado cuenta de que el hombre llevaba una antorcha.
La mente de Yashim se disparó, recorriendo una serie de imágenes. Vio al niño esperando a su padre en la baja pared de piedra del otro lado de la calle.
Vio ponerse el sol. Al niño en la puerta del sifón gritando el nombre de su padre. Una manita cerrándose en torno de una bola plateada. Una bolita hueca y abollada como la que había caído de la espita unos minutos antes. Minutos que parecían un siglo.
Yashim se dio la vuelta enfrentándose a la oscuridad. Sintiendo el horror de una luz a sus espaldas. Sintiendo el peso del túnel en su doblado cuello.
Alargó las manos, tocó la basta obra de mampostería a cada lado, y empezó a arrastrarse hacia delante en la oscuridad.