Vio a Amélie primero, bañada en el halo de luz de la lámpara que ella había dejado a su lado. La mujer tenía una mano alzada junto a su boca.
– ¡Amélie! C'est moi! ¡Yashim! -gritó.
Amélie retrocedió hacia un plinto. Su falda se extendía a su alrededor como una hoja de nenúfar.
Yashim empezó a bajar por los escalones. Apenas notó el agua hasta que tropezó con el naziry, que estaba flotando boca arriba.
Pasó al lado del cuerpo.
Amélie estaba llorando cuando él se aproximó, llevándose las manos a la cara, sin tratar de detener las lágrimas.
Yashim la tomó silenciosamente en sus brazos. La mujer parecía estar temblando contra él. La apretó con fuerza, frenando las convulsiones que la atenazaban.
Muy lentamente, sosteniéndola contra su pecho, se dio la vuelta. La cabeza de la mujer se movió como si estuviera mirando fijamente alguna cosa; luego, se relajó y cayó contra el hombro de Yashim. Éste miró hacia abajo, a través de su cabello, hacia el borde de su falda en el agua. A la pálida luz, pudo distinguir una mano humana.
Se estremeció y apretó con fuerza la mano de la muchacha. Cómo había ocurrido, no lo sabía con exactitud, pero Enver Xani, muerto desde hacía tiempo, le había salvado la vida por segunda vez.
Amélie se fue calmando gradualmente. Primero, dejó de temblar; luego, levantó la cabeza.
– Estuvimos muy cerca -dijo ella, y se separó.
– ¿Cerca? ¿El uno del otro? -preguntó Yashim estúpidamente.
Era consciente de un dolor palpitante en su pierna, y cuando levantó su mano a la luz vio que estaba negra de la sangre que manaba.
– De las reliquias -dijo Amélie.
Sus ojos brillaban bajo la luz de la lámpara.
Yashim se sentía mareado. Se abrió camino a través del agua y encontró los escalones. Se quitó el turbante y empezó a rasgarlo en tiras, vendándose con ellas la pierna. Amélie vadeó hasta él ayudándolo a atarse el vendaje y también a envolverse la mano.
– Yo… yo no quería que vinieras.
– No. -Yashim se sentía terriblemente cansado-. De no ser por ti, no lo habría hecho.
Las manos de la mujer temblaban. Yashim vio que trataba de atar el nudo con unos dedos que estaban rígidos por el frío.
– He encontrado las reliquias -dijo ella.
Él sabía que no era verdad. Todavía no.
– Este hombre venía a matarte -dijo él.
Vio que ella se enderezaba, una vez terminado el vendaje. Adelantó una mano y apartó un mechón de pelo de la frente de la mujer.
– Aún puedes ayudar -dijo ella.
Y se apartó, vadeando, con la lámpara en la mano. Cansadamente, Yashim se esforzó por ponerse de pie.
– ¡Te habría matado! -Su grito sonó muy débil, allí, en aquel misterioso bosque oscuro-. Tal como mató a los otros. Tal como mató a tu marido.
Ella no se detuvo; se limitó a volver la cabeza y decir:
– Estoy haciendo esto por Max. Es lo que él hubiera querido.
Yashim se estremeció de frío.
– Fuiste a casa de Millingen, ¿verdad? -gritó Yashim-. Tú me encerraste.
Amélie no respondió. Sus faldas la seguían, como un séquito.
– Mira -dijo ella finalmente.
Levantó la lámpara, y su brillo cayó sobre el plinto, que soportaba una columna cuyo término se perdía en la oscuridad que se cernía sobre sus cabezas. La juntura quedaba oculta por una capa de cobre verdoso moteada de humedad, y sobre el plinto mismo, parcialmente sumergida en la negra agua, Yashim reconoció una cabeza esculpida.
Aun cuando estaba en posición invertida, con la frente hundida bajo el agua, Yashim se quedó paralizado. Majestuosos en su simetría clásica, aparecían aque llos grandes y ciegos ojos, las ensanchadas ventanillas de la nariz, los gruesos y redondeados labios… Pero demoníaca, también, era la expresión de agonía y de mando. Era la cara de una mujer. Su cabello era espeso y enmarañado.
Yashim se acercó, olvidándose del frío, mientras la lámpara temblaba en la mano de Amélie y proyectaba sombras que danzaban y corrían a través de profundas incisiones en la piedra. Entonces se echó para atrás con un jadeo. Por un momento le había parecido que las hebras de aquellos enmarañados mechones se enrollaban y retorcían como seres vivientes.
– La Medusa -murmuró con un estremecimiento.
– ¿No lo ves? -Repentinamente, Amélie dejó escapar una risa temblorosa-. Max suponía… ¡Los mitos! La Medusa convierte a los hombres en piedra. Su mirada te clava. Confiere una especie de inmortalidad.
– El emperador -dijo Yashim tartamudeando-. Convertido en piedra.
Las serpientes volvieron a levantarse cuando Amélie dio la vuelta hacia él.
– ¡Sí! El emperador muere, y el emperador despertará. Algo oculto reaparecerá algún día y estremecerá al mundo. -Dejó la lámpara sobre el plinto-. El emperador era sólo un pobre, valiente diablo que no pudo hacer nada para detener a los turcos. Pero en el mito… ¡Es una idea! El instrumento de Dios sobre la tierra. La idea del poder sagrado.
Deslizó sus manos sobre el esculpido mármol.
– Se trata de suspender el tiempo. Congelarlo.
Puso sus manos sobre la cima del plinto y empezó a agitar el agua con los pies.
– Están aquí. Lo sé. Las reliquias están aquí.
– Yo no lo creo así, Amélie.
Ella no respondió, pero se movió lentamente alrededor del plinto, tanteando el suelo bajo sus pies.
– ¡Hace demasiado frío! Yashim, por el amor de Dios, ayúdame.
Yashim no se movió.
– Podemos hacer esto por Max. Debemos hacerlo, ¿no lo puedes ver? Después de esto no habrá otra oportunidad.
Yashim pensó que la mujer iba a retorcerse las manos. En vez de eso, vadeó a través del agua y le rodeó el cuello con sus manos.
Ella lo atrajo hacia sí y lo besó con sus fríos labios.
– No por Max, Yashim. Hazlo por mí.
Yashim sintió que el muslo de la mujer le presionaba el suyo. Amélie volvió a besarlo.
Luego ella se separó lentamente y se hundió en el agua. Sus faldas flotaban abriéndose en abanico a su alrededor como el festoneado borde de una fuente.
Ella las recogió hacia sí; luego, sumergió sus manos en el agua, palpando alrededor de la base del plinto.
Yashim cerró los ojos. Por un momento vio a Maximilien Lefèvre de rodillas, en el apartamento de Yashim, volcando el contenido de su maleta en el suelo.
Se acercó al plinto y empezó a rodear su base, deslizando sus helados pies por el suelo del lago subterráneo. Se encontraron en el otro lado, en la sombra, y cuando Yashim la levantó, ella surgió del agua empapada y temblando.
– Ça suffit -dijo él. Ya basta-. Tenemos que pensar cómo salir de aquí.
Los dientes de Amélie estaban ahora castañeteando demasiado fuerte para que ella pudiera hablar. Trató de separarse, pero Yashim la sujetó por la cintura y notó que estaba temblando. Él cogió la lámpara.
A medio camino a través del lago, Amélie se desmayó en sus brazos.
La cabeza le cayó hacia atrás, descargando todo el peso de su cuerpo sobre el brazo de Yashim. Su otro brazo subió rápidamente para mantener el equilibrio, y la lámpara se le escapó de la mano. Por un momento resplandeció, formando un arco encima de la hundida cisterna, proyectando su luz a través de la sala de columnas, y de las negras aguas, antes de ir a estrellarse sonoramente contra el plinto y desvanecerse.
Yashim observó la trayectoria.
Se quedó quieto durante un momento en la oscuridad.
Y un sonido que no había oído durante lo que parecía un larguísimo tiempo rompió el impenetrable silencio de la cisterna.
Era débil y tembloroso, pero era, a fin de cuentas, suyo.
La risa de Yashim.