25

Alexander Mavrogordato miró automáticamente calle abajo y luego golpeó en la puerta con el pomo de su bastón. Al cabo de un rato oyó arrastrarse unos pies en el interior. Volvió a llamar.

La puerta se abrió.

– ¿Está Yashim? -dijo.

La vieja asintió.

– Acaba de llegar, creo, effendi. Por favor, tenga cuidado con la cabeza.

Alexander Mavrogordato se agachó, aunque no lo suficiente, y entró en el pequeño vestíbulo frotándose la cabeza.

– ¿Dónde lo encontraré?

La vieja señaló las escaleras. Mavrogordato subió por ellas pesadamente. En un rellano se detuvo y luego empujó la puerta.

Yashim levantó la mirada, sorprendido.

– ¿Le importa si entro? -El tono del joven era ofendido, como si esperara un rechazo.

– En absoluto -respondió Yashim con amabilidad-. Casi está dentro ya.

– Mi madre me dijo dónde podía encontrarlo -dijo Mavrogordato, penetrando en la habitación.

Miró a su alrededor y se dirigió sin pausa hacia la cocina, poniendo sus manos sobre la mesa, toqueteando los botes. Luego giró en redondo y se dirigió a los libros, deslizando distraídamente las manos por sus lomos.

– Madre dice que su trabajo ya está hecho. -Metió la mano en el bolsillo y sacó una bolsa-. Tome.

La arrojó hacia Yashim, que estaba sentado en el diván, observando la representación con interés. Yashim levantó el brazo y cerró sus dedos sobre la bolsa. Una bolsa fanariota: pesada y musical.

– Su madre es muy amable -dijo-. ¿Por qué, exactamente, me está pagando?

El joven se volvió.

– No importa. Ella cree que reaccionó exageradamente.

Yashim devolvió la bolsa por el aire. Mavrogordato fue pillado por sorpresa, pero logró cogerla. Luego toqueteó el cierre y el dinero cayó al suelo.

– En cuyo caso, no hay honorarios.

Mavrogordato movió la bolsa con el pie.

– No creo que lo entienda usted, ¿verdad? Mi madre no quiere saber sobre… sobre nada.

– Entiendo. Nosotros nunca hemos hablado. Ella jamás me riñó por llegar tarde, ni me preguntó por qué no llevaba fez, o me dijo que no fumara.

– Así es -replicó el joven cautelosamente.

– Es bastante extraño, ¿sabe lo único que realmente nunca hizo? Nunca discutió de honorarios conmigo. Ahora coja usted su dinero, monsieur Mavrogordato, antes de que empiece a recordar que estuvo aquí alguna vez.

Yashim no se movió del diván. El joven pegó un violento puntapié a la bolsa, con tanta fuerza que fue a chocar contra la pared.

Luego abrió la puerta, cerrándola de golpe a sus espaldas.

El problema con los niños a los que se dice exactamente lo que deben hacer y lo que no, reflexionó Yashim, es que crecen incapaces de pensar por sí mismos.

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