Yashim metió las verduras en su cesto y sacó el dinero de la bolsa.
– Sí, sí, sí… ¡No se ofenda, effendi! Pero esta moneda es pequeña… Mire, cinco piastras más, y haremos trato. -El hermano saltaba de un pie al otro, con una mano estirada, mirando arriba y abajo de la calle-. ¡Ya vengo, hanum! Cinco piastras, effendi.
Yashim sintió un punto de irritación mientras contaba las diminutas monedas.
Al regresar a su apartamento no se sorprendió de hallar a Amélie en el diván, leyendo un libro.
– Esperaba que volvieras -dijo ella.
– Preparaste el fogón.
– Por si lo necesitabas…
– Sí. Voy a hacer un arroz pilaf -dijo él-. No te muevas. Sigue leyendo tu libro.
Peló dos cebollas, las cortó muy finas y las echó junto con un puñado de piñones en una sartén con aceite de oliva, y puso ésta sobre las brasas. Quitó la piel a dos dientes de ajo, los cortó toscamente y los añadió a la cebolla con la parte plana de la hoja. Luego dejó caer dos puñados de arroz en la sartén y lo removió todo cuando el arroz empezó a pegarse. De manera que sacó la sartén de las brasas y miró dentro de la olla, que estaba empezando a humear. Dejó que siguiera hasta hervir.
Amélie lo estaba observando.
– A Max nunca le gustó cocinar -dijo la mujer-. No tenía paladar. Quizás, sabes, por eso no le gustaba besar.
Yashim volvió a colocar el arroz en el fuego y le echó un poco de caldo.
– Ciertamente eso explica algo -murmuró.
Cuando ella le preguntó qué quería decir, él le habló sobre los dolma que le había ofrecido a su marido.
Amélie se rió.
– Escogiste al francés equivocado.
El arroz se estaba secando. Yashim añadió algunos cucharones más de caldo a la sartén, y lo removió todo.
– Creo que era suizo -dijo cuidadosamente.
Amélie se quedó en silencio durante un rato. Yashim añadió sal, pimienta y una pizca de canela al arroz, y lo cubrió con una tapa en forma de cúpula.
– ¿Te habló sobre su estancia en Grecia?
– Oh, sí. Vio el Partenón, y Epidauro en el Peloponeso. Decía que había mucho más esperando a ser desenterrado… y, gracias a Dios, Napoleón había invadido Egipto, ¡no Grecia!
– Pero tuvo una guerra allí, a pesar de todo -dijo Yashim-. Si es que fue allá por los años veinte.
– Nunca me habló mucho al respecto -dijo Amélie.
– ¿Y qué hay de Byron? ¿Mencionó Missolonghi?
– ¿Fue ahí donde murió Byron? No. Max nunca dijo nada sobre eso.
– ¿Así que nunca dijo nada sobre el doctor Millingen… o el doctor Meyer?
Yashim recortó los tallos de cuatro alcachofas pequeñas y las puso a cocer al vapor, sobre el caldo. Miró a su alrededor.
Amélie se estaba sosteniendo la cabeza con la mano, como si estuviera inmersa en sus pensamientos.
– ¿Millingen? -Levantó la mirada rápidamente, a tiempo de que Yashim observara un pequeño rubor que se iba desapareciendo de sus mejillas-. ¿El médico del sultán?
Yashim estaba de pie con el cuchillo en una mano, la alcachofa en la otra.
– Yo… -La mujer soltó una risita-. Lo conocí justo ayer. ¿No es una coincidencia?
– Extraordinaria -reconoció Yashim y dedicó nuevamente su atención a cortar la alcachofa.
– No quería contártelo… Pensé que te enfadarías conmigo.
Yashim empezó a cortar a rodajas la alcachofa.
– Estaba clavada aquí sin nada que hacer, así que decidí salir y echar una ojeada a Santa Sofía. Me temo que me entusiasmé un poco, y olvidé que los cristianos no son bien recibidos en una mezquita.
– Eso depende de la mezquita -dijo Yashim-. Pero Santa Sofía… No. Una no creyente… y mujer… sola. ¿Estabas sola?
– Fue descuidado por mi parte. Lo siento. Espero no haberte ofendido.
Yashim bajó la mirada hacia la tabla de cocina.
– No -dijo-. ¿Qué sucedió?
– Me expulsaron, fue espantoso… No estaba segura de lo que iban a hacerme. Entonces se acercó un carruaje y fui a parar dentro.
– Ya veo. ¿Y el doctor Millingen?
– Era su carruaje. Me trajo aquí.
Yashim apretó los labios suavemente, inmerso en sus pensamientos.
– ¿Vino directamente aquí, desde Santa Sofía?
– Sí. El doctor se mostró perfectamente caballeroso, muy rígido e inglés. Tenía prisa. Yo pensé que tú te enfurecerías… Y además no estabas aquí. Y cuando volviste, estabas medio muerto, y, bueno, ya conoces el resto. Olvidé el asunto hasta ahora.
Yashim levantó la tabla y empujó las rodajas de alcachofa a la sartén con los dedos. Sentía un hormigueo en la nuca.
Removió el arroz lentamente.
Algo ahí, lo sabía, estaba mal… Y no era su pilaf. Había algo en Amélie que resultaba extraño, también, más allá de su vacilación o su rubor.
La mujer llevaba un par de pequeñas babuchas puntiagudas.