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Yashim salió lentamente del palacio. Quedaba poco tiempo, le había dicho a Palieski; pero hasta entonces no había hecho muchos progresos. Se preguntó qué debería hacer a continuación.

Pensó en visitar el hammam, pero en vez de regresar a Fener se encontró nuevamente en el Hipódromo, contemplando la columna rota.

Las serpientes de la columna brotaban de un anillo de bronce, donde se podía leer los nombres de treinta y una ciudades griegas: Atenas, Esparta, Patras, Mecenas y el resto de aquellas enfrentadas ciudades que se aliaron en el 479 a.C. contra el invasor persa. En la batalla de Platea, los persas fueron derrotados por un ejército de griegos, unidos por primera vez realmente.

Para conmemorar esa victoria, las armas y armaduras de bronce de los derrotados persas fueron fundidas y rehechas para fabricar la Columna de la Serpiente. Ésta fue instalada en Delfos, un lugar neutral, la sede del oráculo respetado por todos los griegos por igual. Entrelazadas una sobre otra, las tres serpientes se elevaban al cielo. La unidad hacía la fuerza.

Yashim supuso que si la suerte de la batalla hubiera sido otra, no habría existido ninguna Grecia. Ni filosofía, ni academia; ni Alejandro… ni griegos.

Solemnemente, se apoyó en la barandilla. Doce años antes, los griegos habían tratado de unirse otra vez. ¿Qué le había dicho el doctor Millingen? Que los griegos eran incapaces de trabajar juntos. Missolonghi apenas fue una batalla. Fue un asedio, y los griegos lo habían perdido. Ninguna Columna de la Serpiente podía ser fundida para conmemorar aquellos años.

Pero Lefèvre había estado allí, ¿no? Como médico, igual que Millingen. Trabajando juntos… por una causa.

Yashim apretó la frente contra la barandilla y cerró los ojos. Trató de pensar. Tenía la impresión de que el tiempo se estaba acabando.

Effendi.

Se dio la vuelta, reconociendo la voz.

– Lo vi cruzar el Hipódromo, effendi.

Yashim sonrió a su amigo. Había comprendido, en la casa del kebab unos días antes, que pronto se encontrarían.

– Me alegro de verte -dijo, y era absolutamente cierto.

Viendo a Murad Eslek de pie ante él, bajo, robusto y sonriendo de oreja a oreja, Yashim comprendió exactamente por qué estaba escrito que iban a encontrarse. Murad Eslek era un hombre que tomaba las cosas tal como venían. Pensó en sus pies. Era eficiente, de fiar: un amigo. Una vez había salvado la vida a Yashim.

Pero, por encima de todo, Murad Eslek era madrugador. Cada día, mucho antes del alba, se encontraba en uno de los jardines del mercado situados más allá de las murallas de la ciudad, supervisando la entrega de verduras y frutas a media docena de mercados callejeros de todo Estambul. Carros y mulas; asnos con cestos; Murad Eslek y sus hombres los llevaban a la ciudad y se ocupaban de su distribución, de manera que cuando Estambul se despertaba, los tenderetes ya estaban montados y, como por arte de magia, llenos a rebosar de todos los productos de la estación.

– Hay algo que quería preguntarte -dijo Yashim-. ¿Tomamos un café juntos?

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