Se comió el lüfer simplemente asado, con un limón exprimido y el pan que había comprado en el panadero libio de vuelta del hammam. Yashim echó los restos por la ventana para los perros, preparó un cazo de té y se retiró a su diván, con la lámpara de petróleo y una novela francesa que le había prestado un amigo de palacio. Le gustaba Balzac. Saboreaba la luz que éste empleaba para iluminar el corazón secreto de París, una ciudad que a menudo había visitado en su imaginación, con todo su engaño y codicia.
Abrió el libro y alisó las páginas. A medida que la brisa de la noche fluía hacia la ciudad, oyó que el edificio crujía al enfriarse, aflojando sus junturas de madera, centímetro a centímetro. Abajo, en la calle, un perro empezó a ladrar, ronca, profundamente, varias veces; entonces desde una ventana protestaron y el perro se calló. Yashim alargó una mano para coger el chal que descansaba a su lado, sobre el diván, y se envolvió los hombros con él. La lámpara proyectaba un constante óvalo de luz amarilla alrededor de las brillantes páginas de su libro. Bajó la cabeza y empezó a leer.
Leyó las primeras líneas rápidamente, con avidez. Ya les había echado una ojeada antes, saboreando la promesa de rostros nuevos y nombres no familiares, así como la aparentemente despreocupada frase inicial a la que Balzac había prestado tanta consideración a fin de crear entre él y su lector aquel sentido de agradable complicidad. Pero cuando llegó al final del párrafo, descubrió que no recordaba nada.
Se rascó el muslo y contempló la página con aire ausente. Al igual que el propio viejo edificio, parecía que le costaba asentarse. Extraños crujidos y detonaciones seguían resonando en las tablas; las escaleras crujían. Había estado leyendo demasiado deprisa.
¿Qué significaba, se preguntó, no recordar nada? Como Giorgos; pensando en otra cosa, pensando en la Hetira, tal vez. Digiriendo los golpes a su orgullo, tratando de aclarar su actitud hacia el miedo.
Yashim, también, estaba pensando en la Hetira. Malakian había reconocido el nombre. Se trataba de algo griego, dijo.
Yashim se frotó los ojos con el pulgar y el índice. Estaba dejándose llevar más de la cuenta por ese asunto.
¿No había hecho ya todo lo que podía por Giorgos? Llevarle comida. Comprobar su estado, como debía hacer un amigo. La muerte de Goulandris era espantosa, sin duda. Pero no era asunto suyo.
Apretó su mano contra el libro, y miró fijamente la primera página, mientras seguía escuchando el sonido de la madera caliente al crujir cuando se encogía por el frío de la noche.
Pensó en el sultán. Desvaneciéndose como la luz. Habían transcurrido meses desde que fuera convocado a palacio. Y Giorgos, o Goulandris… ¿Eran simplemente víctimas de la misma intriga? Como un crujido de las vigas, cuando la luz del sol menguaba.
Yashim levantó la cabeza de pronto y escuchó. Aquel crujido procedente de las escaleras, fuera, había sonado inusualmente fuerte. Pero todo estaba tranquilo. Y entonces oyó, claramente, un suave chirrido que parecía proceder de cerca de su puerta.
Yashim se quitó el chal de los hombros con la mano izquierda y lo envolvió rápidamente en torno de su puño. Su otra mano se cerró sobre un cuchillo que descansaba en la estantería, una sencilla herramienta de hoja recta que a veces usaba para cortar tabaco. Lentamente se deslizó del diván y se puso de pie, tensando las piernas.
Mientras hacía eso, se oyó un arañazo en la puerta. Yashim avanzó, cogió el pomo con su mano izquierda y tiró de él, deslizándose detrás de la puerta mientras ésta se abría de par en par.
Por un momento, no ocurrió nada. Yashim frotó su pulgar contra la empuñadura del cuchillo y enderezó su espalda contra la pared, mirando de soslayo. Oyó un gemido que sonó casi como una súplica, y un hombre entró tambaleándose por el umbral, arrastrando una maleta de piel tras de sí.