Yashim anduvo lentamente a través del Hipódromo, hacia el obelisco que el emperador Constantino había traído de Egipto hacía mil quinientos años. Un regalo para su amante, la ciudad de Bizancio, hubiera dicho Lefèvre. Se preguntó qué significarían aquellas aves jeroglíficas, aquellos ojos incapaces de parpadear, las manos y pies grabados con fantástica precisión en la brillante piedra.
Se detuvo por un momento en el haz de la sombra del obelisco y tocó su base. La columna de Trajano se alzaba a unos cuarenta y cinco metros más allá, un esbelto tronco de tosca piedra, desgastada y sujetada con grandes grapas de bronce, esculpida con los triunfos balcánicos de un emperador romano, legionarios con casco amontonados con sus cortas espadas desenvainadas; el fragor de los caballos, la degradación de jefes y reyes, el tendido de puentes a través de los ríos, y el lamento de las mujeres. Las escenas eran difíciles de descifrar; la piedra se había erosionado.
Bajo ella, comerciantes árabes habían montado una ancha tienda verde sobre estacas. Pasó por su lado una recua de mulas, y cuando Yashim bajaba la mirada para verlas pasar, su atención quedó retenida por el entrelazado pie de la Columna de la Serpiente, hueco y roto como un junco: un torzal de verdín no más alto que una palma marchita, constituyendo un eje triunfal entre el obelisco y la columna.
Había sido construida más de dos mil años antes, un milagro de la artesanía para celebrar el milagro de la victoria griega sobre los persas en Platea, con tres espantosas cabezas de serpiente sosteniendo un gran caldero de bronce. Se había alzado durante siglos en el Oráculo de Delfos, hasta que Constantino se apoderó de ella y la trajo aquí para embellecer su nueva capital. Desde entonces, el tiempo no había sido amable con ella. El caldero hacía tiempo que había desaparecido; las cabezas, más recientemente, también.
Yashim había sabido de la existencia de la Columna de la Serpiente años antes de que viera por primera vez las cabezas de bronce en el armario de Palieski. Había imaginado que parecerían serpientes reales, con amplias fauces y pequeños ojos reptilianos, de manera que quedó aterrado por aquellos monstruos cuyas crueles máscaras había observado a la luz de una vela aquella noche. Eran criaturas de mito y pesadilla, provistas de colmillos, con unos ojos sin expresión, tratando de aterrorizar y devorar su presa. La malevolencia rezumaba en ellas como sangre.
Yashim se inclinó sobre la barandilla para atisbar en el pozo del que se alzaba la Columna de la Serpiente. Las otras columnas se alzaban a nivel del suelo. ¿Se debía eso a que las serpientes emergían de algún lugar más profundo, alguna oscura y sumergida región de la mente? Se estremeció, con un instintivo horror hacia todo lo oculto y pagano. Desde arriba las serpientes enrolladas parecían un taladro, un tornillo que se introducía cada vez más profundamente en el tejido de la ciudad, penetrando sus capas una a una.
Si le dabas la vuelta de manera que los anillos se hundieran más profundamente en el terreno, si seguías el trazo de las sinuosas curvas de los cuerpos de las serpientes desde la cola hacia arriba, lo que hacías era acercarte a los monstruos de los colmillos. Y así al final te encontrarías mirando fijamente dentro de aquellos despiadados y vacíos ojos y cavernosa boca, penetrando en el oscuro lugar de los mitos y sueños, aterrorizado y luego devorado.
Yashim volvió su mirada hacia atrás, al obelisco egipcio. Éste parecía frío y reservado, desinteresado de su destino. Y la columna romana no era más que un tópico: los imperios se descomponen.
Pero entre ellos, los anillos de un verde negruzco de las serpientes de bronce aludían a un oscuro enigma, como una mancha en el alma humana.