Yashim hizo una apresurada visita al hammam antes de cruzar el Cuerno de Oro en bote. Aún había luz cuando llegó a la residencia del embajador polaco. Palieski lo saludó en la puerta.
– Sube al piso -dijo-. Pensé en abrir el comedor en honor tuyo… Pero me temo que está bastante mal. El cuarto de estar será más confortable.
Yashim trató de imaginarse el comedor de Palieski.
¿Agujeros en el techo? ¿Telarañas? Las ventanas oscurecidas por enredaderas, quizás, que habían crecido desenfrenadamente durante años.
Uno de los trabajitos de los que Xani tenía que ocuparse, sin duda. Se detuvo en las escaleras, con una mano sobre la barandilla.
– Creo que me he equivocado con Xani -dijo.
Palieski se dio la vuelta.
– ¿Equivocado?
Yashim asintió.
– Al igual que con la Hetira. Pensé que era una red de extorsión, algo así. Pensé que podía haber gente asesinada.
Empezó otra vez a subir por la escalera.
– ¿Por qué no? Mira lo que le sucedió a Giorgos. Mira cómo te agredieron en el bote aquella noche.
– Giorgos no fue atacado por la Hetira. Fue una guerra entre él y otro puestero. Muy violenta y muy inesperada. Pero no la Hetira. Me di cuenta esta tarde.
– Pero ¿y el bote? ¿Y tu apartamento…? Acuérdate de eso.
– Y esos hechos realmente, ¿qué representan? Amenazas, sí. Desagradable, sin duda. Pero aún estoy vivo. Como, ya puestos, lo estás tú.
Palieski empujó la puerta y entraron en su cuarto de estar.
– La Hetira fue tras de ti por el libro, pero no mataron a Lefèvre. ¿Es eso lo que estás diciendo?
Yashim miró a su alrededor. Había una pequeña mesa plegable colocada delante de la vacía chimenea.
– Fueron tras de mí… Pero yo estoy vivo. Lefèvre fue destripado. Igual que Goulandris y que el judío.
Las manos de Palieski se posaron sobre la botella amarilla.
– Tokay, Yashim. Maravillosamente frío.
Tomó un pesado vaso de vino de cristal de encima de la mesa y lo llenó. Yashim observó que la mesa estaba puesta para tres.
– ¿A quién más estás esperando?
– A un viejo amigo tuyo, Yash. El tercer subsecretario permanente del secretario del embajador en la embajada británica. Bueno… Algo parecido.
– ¿La embajada británica? -Yashim frunció el ceño-. Yo no tengo viejos amigos allí. La única persona que conozco es a ese ridículo muchacho. Compston.
Palieski sonrió.
– George Compston. Sumamente ridículo, como tú dices. Pero sucede que es un fanático de Byron. Y, si no me equivoco, está llegando ahora.
Unos momentos más tarde oyeron unos pesados pasos en las escaleras, y Marta anunció a un fornido joven de melena amarillenta y una abierta, animada y rojiza cara.
La chifladura de Compston con la vida y la leyenda de lord Byron se había iniciado en el barco que lo transportaba a su primer destino diplomático, Estambul. Era un viaje de seis semanas, y Compston se había mantenido en su litera durante todo el tiempo. Para cuando el barco recaló en el mar de Mármara, no sólo había leído el poema «The Giaour», sino que era capaz de pronunciar su título también; un indulgente pariente le había proporcionado Don Juan y La Peregrinación de Childe Harold, y su veneración había avanzado y madurado durante los últimos dos años. Actualmente llevaba una faja y un estrecho bigotito, y se inclinaba cuando hablaba con damas europeas, «para causar impresión».
Fue su amigo y mentor en la embajada, Ben Fizerly, el primero que observó su cojera y más tarde señaló, con cierta sorna, que ésta parecía trasladarse de un pie al otro; pero pocas personas, cuando veían a Compston por primera vez, con faja o sin ella, asociaban al muchacho de abierta cara rojiza y grandes y blandas manos con el melancólico poeta cuya prematura muerte toda Europa había lamentado.
A Compston no le importaba. Había llegado a esa fase de la pasión de un joven por una idea en que todo lo que miraba se ajustaba a ella y la confirmaba en su mente. Una serie de bucles castaños recordaba los mechones byrónicos; un suspiro, un aspecto byrónico; una seña amistosa de la mano, un gesto byrónico. Sus cartas a casa, a su hermana, se habían vuelto tan repletas de las paradojas byrónicas y burlas escabrosas que ella apenas podía comprenderlas ya. Y su discurso estaba salpicado de citas del Childe Harold. Hasta Fizerly había declarado que Compston se estaba convirtiendo en un completo pelmazo.
Durante la cena -estofado de ternera con salsa de acedera- Yashim se encontró más de una vez repitiendo involuntariamente las opiniones de Fizerly. No fue hasta que Marta hubo quitado los platos y colocado una licorera con oporto sobre la mesa cuando Palieski tosió y condujo al inglés hacia el tema que tenían entre manos.
Compston se llevó la mano a la barbilla y habló de perfil.
– ¿Missolonghi, excelencia? El orgullo… y la vergüenza, de Grecia. -Suspiró-. El sultán había traído los ejércitos de Egipto a Grecia, como usted recordará. Se unieron a los albaneses, e Ibrahim Pachá hizo retroceder a los griegos hasta ese desolado lugar, tan sólo una marisma realmente, que corría a lo largo de la playa, y allí durante un año, la bandera de la libertad ondeó sobre la desdichada ciudad, hecha pedazos por la artillería egipcia, y aislada de toda esperanza de ayuda.
Se sirvió una copa de oporto.
– Con frecuencia, trato de imaginarlo. Hay un poquito de costa allí de donde vengo, Burnham Overy, con kilómetros enteros de dunas. Imaginen simplemente a Burnham Overy con palmeras; pues eso es Missolonghi. Más cálido que Burnham Overy, desde luego. ¡De lo contrario, no crecerían las palmeras!
– En efecto -murmuró Palieski.
– Por supuesto, no tenemos griegos en Norfolk, tampoco. Hay uno o dos en Norwich. Creo que sí tenemos algunos judíos. Un montón de fugitivos griegos… ¡Habrían causado un verdadero revuelo! Sin la menor duda.
Vació de un trago su copa y miró fijamente la licorera.
Yashim soltó una ligera tosecita.
– Missolonghi, Mr. Compston.
– Sí, por supuesto. Missolonghi… Había miles de griegos rebeldes allí, hombres con sus mujeres y sus hijos. La ciudad no era gran cosa. Demasiadas tiendas de campaña. Todo protegido por un talud de tierra. Y cada día morían, como el propio lord Byron, de cólera, de hambre, por la artillería egipcia. -Entrecerró los ojos mirando su copa-. No se parecía mucho a Burnham Overy, la verdad -añadió.
– ¿No podían romper el cerco?
– Así es, monsieur, no podían. En primer lugar, Ibrahim los había rodeado. En segundo… Bueno, los griegos estaban divididos entre ellos, pese a los nobles esfuerzos de lord Byron por lograr la reconciliación. Da la casualidad que yo pienso que eso fue lo que lo mató… Era demasiado generoso con su energía y su tiempo, por no hablar de su dinero. Entrenó a los suliotas para luchar como verdaderos soldados. Trató de apaciguar las rivalidades entre las facciones. -Compston se frotó un ojo con el dedo-. ¡Qué paciencia la de aquel hombre! Sabía lo estúpidos que los griegos pueden ser, pero nunca se quejaba. Al menos ante su propia cara. Murió por tener un corazón noble.
Yashim inclinó la cabeza.
– He oído que murió de fiebre, y por incompetencia médica.
Compston parecía agraviado.
– Bueno, eso por supuesto. Pero no deberíamos acusar a los doctores. Realmente no. Supongo que hicieron lo que pudieron -añadió amargamente.
Palieski carraspeó suavemente.
– ¿Más oporto, Mr. Compston?
– El doctor Millingen atiende al sultán ahora -señaló Yashim.
– Sí. Pero había otros.
– Eso he oído… ¿Stephanitzes, quizás? ¿El doctor Lefèvre?
– ¿Lefèvre? -Compston frunció el ceño y negó con la cabeza-. Stephanitzes era el único griego entre ellos. Jenkins, Bruno. -Compston había olvidado su pose byrónica, y ahora se estaba inclinando hacia delante, frunciendo el entrecejo, como un niño tratando de recordar su lección-. Y el pobre Meyer, también.
– ¿El pobre Meyer?
– Bueno, desgraciado. Un suizo. Byron decía que no tenía modales. Le prohibió ir a su casa. Meyer editaba una especie de revista. Chronica Hellenica, creo. Él y Byron tenían diferencias sobre la publicación.
– ¿Y qué les pasó a todos…? ¿Después de la muerte de Byron, quiero decir? Al final.
– Estoy seguro de que usted sabe, monsieur, cómo acabó Missolonghi. Se vieron reducidos a roer huesos, así que decidieron romper el cerco. Dos mil rebeldes consiguieron atravesar las líneas turcas, y escapar a las colinas. Los demás… Me temo que perdieron los nervios. Dieron la vuelta y huyeron hacia Missolonghi nuevamente. Ibrahim vio su oportunidad. Dio rienda suelta a su ejército. Albaneses y egipcios. Terribles, terribles tiempos -terminó Compston vagamente.
– Pero ¿los médicos, como Millingen, consiguieron escapar?
– En su mayor parte. Millingen fue capturado un año más tarde, por la gente de usted. Se pasó un tiempo en prisión, luego salió y vino aquí. Stephanitzes… no lo sé. Oh, Meyer no lo consiguió, desde luego.
– ¿El suizo insoportable?
– Así es. No tan insoportable, diría -añadió Compston con guiño hacia el oporto-. Según cartas de lord Byron, Meyer sedujo a una muchacha en Missolonghi. -Se golpeó la rodilla-. Ahora que me acuerdo, tuvimos un caso parecido en Burnham Overy hace unos años. Provocó muchos odios. El padre lo arregló, finalmente. De la misma manera que lo hizo Byron, en cuanto tuvo noticias del asunto… Quiero decir el de Missolonghi. Byron nunca vino a Burnham Overy. Meyer quería fanfarronear, pero Byron le envió a los suliotas. Un ojo a la funerala, un par de dientes menos y prácticamente fue arrastrado al altar. Bien hecho, de veras… Byron lo veía como una cuestión de moral.
– Así que, ¿qué le ocurrió a él? -quiso saber Yashim.
– ¿Al tipo de Burnham Overy?
– A Meyer.
– Se casó con la chica.
– Quiero decir después -dijo Yashim, con infinita paciencia.
– Oh, ya veo lo que está buscando. No, no escapó. Debió morir en la matanza general que siguió a la caída de la ciudad. -Compston frunció el ceño y se sentó un poco más derecho-. Un momento más bien ignominioso de su historia, diría yo.
– No estoy seguro de que la guerra beneficie jamás la imagen de nadie. Excepto en el caso de su amigo Byron, por supuesto.
– Byron es un caso especial, monsieur. -Compston sacó un gran pañuelo de encaje y se sonó-. N'eso consiste el genio, supongo -dijo gangueando.
Estaba sentado, taciturno y abatido, contemplando la pulida mesa. Sus párpados se agitaron y cerraron; y luego, muy lentamente, se fue desplomando hacia delante, apoyó la frente en la mesa y comenzó a roncar.
Palieski y Yashim lo miraron en silencio.
– ¡Oh! Iba a ofrecerle un café. ¿Yashim?
Tomaron su café en el asiento de la ventana, tras darle la vuelta a la cabeza de Compston para que su nariz no se aplastara contra la mesa de caoba. Fuera estaba oscuro, el lejano sonido de los ladridos de los perros se mezclaba con el lento retumbar de los ronquidos del joven inglés.
– ¡Pobre Byron! -exclamó el embajador-. En un momento dado, el tipo tiene un dolor de cabeza (quién no lo tendría con todos esos griegos dándole por todas partes), y al siguiente, está muerto. Sangrado y purgado por una pandilla de matasanos. No tenía ninguna oportunidad.
– No. ¿Quizás fue deliberado?
– ¿Deliberado? No, no. Los doctores se pasan su vida profesional matando a la gente. Es lo que hacen.
– Aun así -dijo Yashim-, Millingen estaba en Missolonghi por la causa griega. La muerte de Byron llevó a la independencia griega. Unió a los europeos.
– Profundo, Yashim. Me gusta. Profundo, improbable, pero vale la pena considerarlo. Estás empezando a pensar como un polaco.
Yashim esbozó una sonrisa.
– Tú crees que es ridículo.
– No del todo. Un elegante doctor escocés que accidentalmente deja que el más grande poeta inglés vivo muera por su causa. No es una tarjeta de visita en Mayfair, ¿verdad? Millingen debe de haber venido aquí porque no podría encontrar un paciente en Europa. La reputación de Byron era legendaria. Pero Millingen se siente a salvo aquí. Vosotros, los otomanos (eso es lo que os hace tan encantadores), no distinguiríais a Byron de una jeringuilla. Tú mismo me dijiste eso.
Yashim asintió.
– He estado pensando al respecto -dijo. Tomó un sorbo de café-. No distinguiríamos al doctor Meyer, para el caso, si de repente apareciera en Estambul.
– ¿Meyer?
– El doctor que Byron no podía soportar. El hombre que no consiguió escapar.
Palieski medio giró la cabeza.
– Tal como dice Compston, Yashim, fue una matanza.
– Una matanza. A veces, en la confusión, la gente tiene una oportunidad de huir.
Palieski asintió.
– Cierto. Escondidos bajo el agua, respirando por una caña. O haciéndose el muerto. Caídos en una fosa común. Escabullèndose cuando los enemigos se han ido. Ese tipo de cosas.
Yashim se encogió de hombros.
– Meyer sobrevive. Y doce años más tarde, viene a Estambul.
– Muy bien.
– Tiene dolor de cabeza. Consulta a un médico… Millingen. El doctor Millingen lo recordaba.
Palieski cerró pausadamente los ojos. Y negó con la cabeza.
– ¿Por qué consulta a un médico si él lo es?
– Lo ignoro. Pero eso es exactamente lo que Lefèvre hizo… Él nos lo dijo así.
Una mirada de dolor cruzó por el rostro del embajador. Se dejó caer hacia atrás apoyándose contra el marco de la ventana.
– Yashim.
– El doctor Meyer era el único que sentía interés por la arqueología griega. Ese que desagradaba a Byron nada más verlo.
Palieski contempló el techo.
– A ti tampoco te gustó Lefèvre a primera vista -insistió Yashim-. Y luego está el truco de la moneda que aprendieron los dos, uno del otro. Lefèvre lo hacía. Millingen lo hace.
Palieski lanzó un silbido de asombro.
– ¿Tú piensas que Meyer y Lefèvre son la misma persona?
– Hay un par de cosas que aún no comprendo… Pero sí, tiene sentido.
– No puedes criticar el juicio de lord Byron, si ése es el caso. Pero ¿por qué? ¿Por qué cambiar de nombre y todo eso?
– Aún no lo sé -confesó Yashim-. Si lo supiera, tendría la respuesta a cómo murió.
– ¿Y por qué descubrirse ante Millingen -preguntó Palieski- el hombre que aún podía demostrar quién era?
Yashim entrelazó las manos.
– Míralo así. ¿Qué estaba haciendo Lefèvre los días previos a su muerte?
– Leer viejos libros. Asustarse. ¿Qué más?
– Negociar, eso es lo que Malakian pensaba. Lefèvre tenía algo que podía vender.
– ¿O comprar?
Yashim movió la cabeza negativamente.
– No es tan probable. A fin de cuentas, no le quedaba dinero.
Palieski hizo una profunda aspiración.
– Pero no guardaba nada de valor, tampoco, excepto aquel librito. Y eso no vale tanto.
– No necesariamente estaba en posesión de lo que se disponía a vender. O todavía no.
– Muy bien. Pero ¿por qué se descubrió y fue a ver a Millingen?
Palieski se levantó de la silla y se dirigió a la puerta.
– ¡Marta! ¡Coñac!
Se quedó junto a la puerta, escuchando. Luego regresó y volvió a dejarse caer pesadamente en la silla.
– He dicho que estabas pensando como un polaco, Yashim, y no exagero. Toma una de éstas -añadió cuando Marta trajo la bandeja a la habitación-. Gracias, Marta.
Marta sonrió y sirvió dos copas de coñac. Cuando la puerta se cerró, Yashim dijo:
– La Hetira es una sociedad dedicada a la restauración del Imperio griego. Ésa es la Gran Idea. Pero restauración significa curar, también. Restaurar la salud.
Palieski hizo una mueca.
– ¿Una sociedad de médicos?
– Millingen estuvo en Missolonghi por una causa, ¿no? Sabemos que Stephanitzes estaba, y era el único griego entre ellos. Bruno trabajaba para Byron: seguía al poeta. Meyer editaba Chronica Hellenica. Quizás creía en La Gran Idea, o quizás simplemente esperaba una recompensa cuando el reino se estableciera.
– Eso encaja -dijo Palieski-. Maldita sea, Yashim. Los doctores ingleses no van por ahí asesinando a la gente.
– No tengo ni idea -observó Yashim-. Pero Lefèvre también visitó a otro hombre antes de que lo mataran. A Mavrogordato.
– ¡Eso es! -Palieski se dio una palmada en el muslo-. El banquero griego, el propietario de barcos, lo que sea. Sabía dónde encontrar a Lefèvre aquella noche… Tú le habías comprado un pasaje en uno de sus barcos. Esos banqueros están haciendo las cosas bastante bien, no quieren poner en peligro el barco. Llega Lefèvre, balbuceando cosas sobre las reliquias, y Mavro gordato siente pánico. Utiliza su riqueza e influencia para que se ocupen de todo el asunto discretamente.
Yashim suspiró.
– Yo no calificaría de «discreto» ninguno de esos asesinatos. Si Mavrogordato quería que mataran a Lèfevre, ¿por qué su mujer, madame Mavrogordato, me llamó para que investigara por ahí? El hombre no estornuda sin permiso de su mujer. Él no organizaría a un grupo de asesinos por su cuenta. Ella sí. Pero entonces no me habría llamado.
– ¡Caray, Yash! ¿Por qué, en nombre de Dios, te llamó ella?
– Exactamente. ¿Por qué estaba tan interesada en Lefèvre? -Yashim juntó las yemas de sus dedos-. Algo debió de confundirla.
– ¿Confundirla?
– No creo que Lefèvre fuera balbuceando a su marido cosas sobre reliquias. Mavrogordato se lo hubiera contado a ella, en tal caso. Había algo en Lefèvre que ella quería saber… algo que Mavrogordato no podía decirle. No porque no quisiera… Le contaba todo lo que sabía. No tenía secretos.
– Sigue largando, Yashim.
Éste sonrió.
– No tengo la respuesta, amigo mío, al menos todavía no.
– Pero ¿tienes una idea?
Yashim asintió pensativamente.
– Sí. Sí, tengo una idea.
Compston soltó un sonoro ronquido, y rodó lateralmente en su silla, cayendo finalmente al suelo.
Se incorporó, con los ojos nublados, frotándose la cabeza.
– Yo… no dormía -murmuró automáticamente.