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Durante siglos, los navios otomanos habían sido reparados y aprovisionados en el arsenal, cerca de Tophane, que superaba en tamaño y competencia a cualquier astillero naval situado al este del propio, y vedado, Arsenale de Venecia. De día, el barrio era un infierno de resplandecientes hornos y metales fundidos, de marineros que se esforzaban por descargar los buques que llegaban procedentes del mar Negro, con su carga de madera y cáñamo, los barcos de almáciga procedentes de Quíos, el lino egipcio, el cobre de Anatolia, el mineral de hierro de los puertos del Adriático: las materias primas del imperio que servían para mantener su marina a flote… si bien ya no formidable.

Por la noche, Tophane se retraía sobre sí mismo. La fundición se quedaba en silencio; los paisajes al otro lado del Bosforo hasta las colinas de Asia se sumergían en la oscuridad; los buques de carga crujían débilmente en sus amarras. No había farolas encendidas en los serpenteantes callejones, donde marineros y porteros de burdeles, holgazanes y ladrones se empujaban y maldecían mutuamente en la oscuridad. Sólo parpadeantes linternas colgaban de ventanucos, o en el bajo dintel de un portal, guiando a los hombres a sus tabernas y cuchitriles de bebida, al ron y al raki y a fatigosas cópulas sobre jergones de paja, así como al dulce, empalagoso, olor de la pipa.

Yashim dejó que Preen encabezara la marcha.

En la tercera taberna en la que entraron un marinero maltés, de rostro enrojecido por la bebida, bruscamente le explicó a Preen sus planes para la noche. Esos planes la incluían a ella, a Preen. Cuándo ésta puso objeciones, el maltés estrelló una botella contra el suelo y se lanzó contra su rostro con el borde dentado.

Yashim paró el golpe con el antebrazo, lo cual llamó la atención de un grupo de marineros malteses, que, aparentemente, seguían trastornados por la matanza de hombres, mujeres y niños inocentes en la isla de Quíos por soldados irregulares otomanos dieciséis años antes.

– ¡Me ha golpeado! ¡El cabrón!

– ¡Asesino de niños! ¡Homicida!

Yashim no sabía de qué estaban hablando.

Retrocedieron y salieron juntos por la puerta.

Preen empezó a caminar muy deprisa colina abajo. El callejón conducía fuera de la ciudad y hacia el mue lle. Antes de que Yashim pudiera hacerla volver, la puerta de la taberna se abrió de golpe y los malteses salieron en tromba al callejón.

Decidieron que cortarían en pedazos a Yashim por su papel en una matanza en la que ninguno de ellos había estado presente. Algunos empezaron a abrir sus navajas, y a correr colina abajo.

Yashim los oyó venir.

Era preciso conseguir que Preen se adelantara doblando por una esquina, que dispusiera de unos segundos para esconderse.

La agarró por el brazo.

Al dar el primer giro miró a las paredes; en la oscuridad parecían lisas, sin un portal. Había un callejón que volvía a correr colina abajo, unos metros más adelante. Tenían que llegar a aquella esquina antes de que los malteses los vieran. Hizo girar a Preen a la derecha.

– ¡Asesino de niños! ¡Te haremos pedazos!

El callejón descendía. Había una especie de escaleras. Preen y Yashim las bajaron de tres en tres. Estaban cerca de la orilla.

Al pie de las escaleras, Yashim giró bruscamente a la derecha. Tenía una vaga idea de que podían seguir la línea de la costa y dar la vuelta más tarde.

– ¡Ahí está! ¡Cójelo!

Los malteses estaban en las escaleras.

Preen se tambaleó y gritó.

Yashim la volvió a coger por el brazo y la obligó a torcer la esquina.

El muro a su izquierda perdía altura. Estaban en el muelle. Allá delante podía ver los postes verticales del embarcadero, con un único bote descansando entre ellos.

Si pudieran llegar a la embarcación…

Un hombre salió de un callejón a la derecha y se dirigió al bote.

– ¡Espere! -bramó Yashim.

El hombre no miró a su alrededor. Se metió en el esquife. El remero puso su mano sobre el remo.

Yashim y Preen se encontraban a unos veinte metros de distancia. El bote se separó de la orilla con una sacudida.

– ¡Espere! ¡Socorro! -gritó Yashim-. ¡Ayúdeme! -gritó en griego.

Rodeó con el brazo el poste de amarre. El bote se había alejado unos tres o cuatro metros. El remero miró a Yashim, y luego atrás, al muelle, donde los malteses acababan de aparecer.

El hombre del esquife les lanzó una mirada. Hizo un gesto de asentimiento al remero y el bote se deslizó hacia atrás. Preen y Yashim saltaron a bordo.

Cuando el esquife salió disparado nuevamente hacia delante, los malteses aminoraron la velocidad. Anduvieron al trote corto por el muelle, agitando los puños.

– ¡Asesino de niños!

Yashim levantó la mirada para dar las gracias al hombre, y excusarse.

– Habría que poner un vigilante aquí -dijo.

El hombre se encogió de hombros.

Era Alexander Mavrogordato.

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