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Yashim se abrió camino a través de la basura que se había acumulado en el patio; tres pisos de galerías de madera se combaban sobre su cabeza, tapando la luz. En el gélido aire flotaba un olor fétido. Yashim llamó varias veces a la puerta antes de que una voz cascada le preguntara qué quería. Acercó sus labios a la puerta.

– Quiero hablar sobre una deuda.

– Hablar, hablar. ¿Qué es hablar? -Se produjo un largo silencio, y luego se oyó un clic. Se abrió una rendija en la puerta, y apareció un ojo-. ¿Lo conozco?

– Estoy aquí por Xani. El albanés. Seiscientas piastras.

– ¿Cuándo?

– Hará unos seis meses.

La rendija volvió a cerrarse. Dentro, pudo oír a Baradossa murmurando para sí.

El ojo volvió a aparecer.

– ¿Quién está con usted?

Yashim miró a su alrededor. El patio estaba vacío.

– Estoy solo -dijo Yashim.

– ¿Quiere retroceder y mostrarme las manos?

Yashim entró en una habitación sin ventanas. Baradossa cerró los pestillos y se dirigió cojeando al otro extremo de la mesa, portando una vela. El frío aire apestaba a coles y a sudor. «Podrías comer en el suelo», había dicho Rebecca. A Yashim le hubiera gustado traerla aquí.

Baradossa dejó la vela sobre la mesa y se frotó las manos.

– ¿Frío?

Era un hombre bajito, ligeramente encorvado, con una tupida barba gris y blancas manitas, que él sostenía levantadas ante su pecho como una ardilla. Tanto podría tener cincuenta y cinco años como setenta y cinco, aunque llevaba, observó Yashim con sorpresa, una dentadura postiza, que chascaba en su boca cuando el hombre hablaba. Iba vestido con una chaqueta de lana oscura, y se cubría los hombros con un chal estampado. Su inmovilidad era expectante.

– Xani -dijo Yashim-. He venido a pagar.

– ¿Ah, sí? -El viejo olisqueó-. ¿Y viene usted?

– Vengo como un amigo.

– ¿Un amigo, sí? -Baradossa se frotó la mejilla-. ¿Sería el capital o el interés, effendi?

Yashim hurgó en su capa y sacó una bolsa. Los ojos de Baradossa parpadearon mirándola fijamente. Yashim sostenía la bolsa suavemente en su mano.

– Intereses. Cuarenta piastras.

– ¿Cuarenta piastras? -Baradossa parecía sorprendido.

– Xani no ha podido venir -dijo Yashim.

Baradossa desvió la mirada de la bolsa al rostro de Yashim. Movió la cabeza ligeramente.

– ¿Conoce usted a Xani, effendi?

Yashim sacudió la cabeza de mala gana. Se sentía confuso. El viejo no se movía.

– Me pidieron que viniera. Los intereses han vencido.

Baradossa alzó lentamente los hombros hasta que casi le llegaron a las orejas. Luego volvieron a caer.

Yashim contó el dinero sobre la mesa.

– Cuarenta piastras.

Levantó la mirada. Baradossa lo estaba observando. Entonces su labio superior se retrajo en una mueca que dejaba al descubierto una fila de dientecillos amarillos.

– ¿Cuarenta piastras, effendi? ¿Qué le hace pensar que quiero su dinero?

Dio la vuelta a la mesa y puso sus manos sobre los pestillos de la puerta, los corrió hacia atrás.

– ¡No le debe seiscientas piastras! -exclamó Yashim.

– ¿Eso es lo que le dijo a usted, effendi?

Baradossa abrió la puerta completamente y atisbo fuera.

Yashim sintió que la buena voluntad que lo había acompañado desde la tienda de kebab se evaporaba.

– Nunca existió una deuda, ¿verdad? -Era una afirmación, no una pregunta. Había sido un truco. Al menos había salvado el pequeño tesoro de Marta-. Perdóneme, effendi.

Echó una última mirada a la habitación. En la puerta, Baradossa desvió sus ojos hacia la mesa, y luego nuevamente a la cara de Yashim. Éste bajó la mirada. La cosa había estado allí todo el rato. Una hoja de papel, en la cual figuraba en una clara escritura árabe el nombre de Xani, y la suma de 600 piastras. Bajo la rúbrica, en tinta roja, una fecha del calendario judío y las palabras: TOTALMENTE PAGADA.

– El mes de Tammuz -dijo Yashim sin terminar de comprender-. Acaba de empezar.

Baradossa simplemente enarcó una ceja.

– ¿Así que Xani vino y la pagó?

– ¿Quién, si no?

Ahora le tocó el turno a Yashim de encogerse de hombros.

– Sí -repitió-. ¿Quién, si no?

El patio parecía brillante después de la oscuridad de la celda de Baradossa. Yashim se abrió camino colina abajo a través de las tortuosas calles, hacia el Cuerno de Oro.

«¿Quién, si no?», murmuró para sí mismo. Una brisa acarició sus mejillas. Procedía del mar. Yashim no la sintió.

Xani había pagado su deuda, de repente. Y luego, casi inmediatamente, había desaparecido. No tenía sentido. El guardián del agua tendría que estar gozando de su recién recuperada libertad.

Yashim se detuvo en medio de la calle. Enver Xani, pensó, había desaparecido definitivamente.

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