El vigilante nocturno que patrullaba por las calles de Pera estaba acostumbrado al ladrido de los perros. Cuando se aproximaba, a la débil luz de su balanceante lámpara, los sarnosos animales se alzaban penosamente de las sombras, de los portales y bordillos, y su protesta ritual proseguía mucho después de que él hubiera pasado. Era una cuestión de forma, sin importancia: una irreflexiva ceremonia que hacía mucho tiempo que había dejado de tener significado tanto para los perros como para el vigilante.
De manera que eso fue lo que le sorprendió cuando giró para entrar en la calle y pasar por delante de la embajada francesa: el silencio. Por unos momentos se quedó inmóvil, rascándose la cabeza, mientras la linterna se balanceaba al extremo de un bastón lanzando un tenue y oscilante rayo amarillo a un lado y a otro de la calle sin empedrar.
Luego, a través del silencio, oyó un suave sonido de succión y desgarro. Levantó su linterna y atisbo en la oscuridad.