El mercado estaba alborotado. Malakian no era el único comerciante que guardaba apresuradamente sus mercancías y bajaba las persianas mientras los compradores salían atropelladamente en dirección a las puertas del recinto. Siguiendo los pasos del muchachito del té, Yashim había esperado encontrarse cada vez con más barullo a medida que se aproximaba al Bazar de los Libros; en vez de ello, la atmósfera se volvió más tensa y helada, y en el mismo callejón apenas se podía percibir algún sonido.
Una multitud de hombres silenciosos bloqueaba su visión.
– Palacio -murmuró.
Los hombres se echaron a un lado automáticamente, dedicándole apenas una ojeada. Se adelantó, con una mano levantada, y recibió un saludo de un hombre pálido que llevaba el uniforme rojo que lo identificaba como guardia del mercado.
– Palacio -repitió Yashim-. ¿Un hombre muerto?
– Así es, effendi. -El guardia tragó saliva-. Aún estamos tratando de encontrar al cadí.
– ¿Puede usted decirme lo que ha pasado?
– La puerta estaba cerrada, effendi. Eso es todo. Podría haber estado cerrada toda la noche, y daba la impresión de que lo estaba con llave. Quiero decir, estaba puesta la barra y todo.
– ¿Observó usted eso durante la vigilancia nocturna?
El guarda se agitó con nerviosismo.
– Bueno, effendi, no exactamente. Yo, yo no recuerdo bien. Fue esta mañana, aproximadamente hace una hora, cuando veo la barra todavía puesta, y el candado… Estaba sólo colgando ahí. No se ve mucho en la oscuridad, effendi.
– Pero con la luz del día… ¿pensó usted que parecía extraño?
– Todos los comerciantes habían venido ya. Talak, mi compañero, dijo que deberíamos echar una mirada. Llamé a la puerta con mi bastón. Suena un poco estúpido, ¿no? Hacerlo con la puerta medio cerrada por fuera.
– No, pero comprendo -dijo Yashim. Lo había visto anteriormente, la muerte repentina convierte en una tontería las cosas que la gente hace y dice. El asesinato, sobre todo, trastornaba el orden natural de la creación de Dios: por lo tanto, no podía esperarse otra cosa que lo siguieran la sinrazón y el absurdo-. ¿No vino nadie… y usted abrió la puerta?
El guardia asintió.
– Estaba oscuro. Habíamos apagado las linternas, y no vimos nada que debiera preocuparnos, al menos al principio. Yo toqué algo con el pie, y cuando me agaché vi que era un rollo. Estaba pegado al suelo. Entonces sentí que también mis botas se estaban pegando al suelo. Miré detrás de la mesa, y… -Se estremeció-. Goulandris.
– ¿El librero? Enséñemelo.
El guardia parecía dudar. Miró a la multitud.
– Debo quedarme aquí -explicó-. Cuando Talak traiga al cadí… -Sus palabras se fueron apagando.
– No estaré mucho rato -dijo Yashim.
Pasó por el lado del guardia y abrió de un empujón la puerta verde que daba al tienducho de Goulandris. Dentro estaba oscuro, el aire cargado. Se percibía un olor metálico. Se apartó de la puerta para hacerse luz y miró a su alrededor. Conocía aquella habitación. Goulandris había comerciado con muchas clases de libros -obras en griego antiguo y moderno, libros religiosos, judíos, rollos imperiales-, pero el viejo lo mismo podría haber estado vendiendo manzanas o babuchas, por lo que sabía de libros. A lo sumo, se podía decir que era capaz de leer y escribir en griego. Valoraba su mercancía -por lo que Yashim podía decir- leyendo la expresión en las caras de sus clientes. En resumen, un hosco y astuto tendero.
Inclinándose hacia delante para ver detrás del mostrador franco, Yashim vio que Goulandris había tasado su último libro.
El cadáver estaba encajado entre el mostrador y un taburete, apretado contra la pared; sus delgados brazos levantados por encima de su cabeza, juntas las muñecas, la cabeza apretada contra sus dobladas rodillas. Había una asombrosa cantidad de oscura y pegajosa sangre manchando el suelo, tal como el guardia había observado, pero su cogote brillaba casi como si fuera blanco a la débil luz. Yashim palpó los brazos del hombre. Estaban completamente fríos. Agarró a Goulandris por su mata de pelo gris con un temblor de prevención, y tiró de su cabeza hacia atrás. Cuando ésta se escapó entre sus brazos, éstos se movieron rígidamente hacia delante, frenados por el rigor de la muerte. Yashim miró hacia abajo y lanzó un gruñido; luego sacó su pañuelo, hizo una bola con él y dio unos toques a la garganta del hombre. Trató de no mirar al único ojo brillante.
El pañuelo salió limpio.
Pero había un montón de sangre en el suelo.
Yashim se quedó rígido durante un momento. La luz se oscurecía y había un hombre en la puerta.
– El cadí está de camino, effendi.
– Eso es bueno. Esto es… competencia suya. Él sabrá qué medidas hay que tomar.
– Pero usted, effendi…
– No, amigo mío. Yo me voy a palacio. No se preocupe -añadió cuando vio que el guardia retrocedía un paso-. Lo ha hecho usted todo bien. Y era todo lo que podía hacer.
Se saludaron llevándose la mano al pecho.