Una idea, un recuerdo, se agitaba en la mente de Yashim. Se apoyó contra la pared y cerró los ojos. Olvidándose de la gente que pasaba por la calle.
Amélie se había desvanecido en el tenue aire. La única pista de sus planes era el libro que se había llevado con ella. Gillius debía de haberle servido a Amélie -y quizás, antes de eso, a Lefèvre- para identificar la ubicación de las reliquias bizantinas.
Amélie creía en su existencia. Se encontraban, había dicho ella, en un espacio hueco bajo la primitiva iglesia de Santa Sofía. Una cripta.
El camino hacia la cripta discurría a través de una red de túneles que corrían bajo la ciudad. La mayor parte de ellos no era mayor que una madriguera de conejos, pero algunos eran lo bastante grandes para permitir el paso de un hombre. Uno, al menos, parecía discurrir desde el sifón de Balat hacia la iglesia de Santa Irene, en los terrenos del Palacio Topkapi, donde Yashim había visto su boca. Cerca de donde Gillius afirmaba haber bajado a los sótanos de la casa de un hombre y paseado por una cavernosa cisterna en la oscuridad. Un hipódromo hueco, tal como Delmonico había dicho: el At meydan, donde la Columna de la Serpiente se había alzado durante quinientos años.
Entre el Palacio Topkapi, la cisterna de Gillius y la Suleymaniye se levantaba un antiguo edificio más famoso que los otros. Santa Sofía, la Gran Iglesia de los bizantinos.
Yasmin mantenía los ojos cerrados con fuerza.
La tubería debía de conducir al Hipódromo.
Gillius lo debía de haber descubierto trescientos años atrás; debía de haber supuesto dónde había que buscar las reliquias.
Y luego había abandonado la ciudad para marchar con los ejércitos otomanos hacia Persia. Como si alguien, o algo, lo hubiera ahuyentado. Igual que habían asustado a Lefèvre haciéndolo huir, tres siglos más tarde.
Los hombres no viven trescientos años, pero las ideas sí. Los recuerdos sí. Las tradiciones sí.
El mismo sou naziry lo había dejado claro.
Yashim se separó de repente de la pared y empezó a correr.