La mezquita de Solimán, la Suleymaniye, se alza en la tercera colina de Estambul, con vistas al Cuerno de Oro. Construida por Sinán, el maestro arquitecto, para su amo, Solimán el Magnífico, en 1557, refleja toda la piedad y grandeza de su época. Algunos de los primeros eruditos del islam trabajaron en su madrasa o consultaron su bien provista biblioteca. Sus cocinas alimentaban a más de mil bocas al día, por caridad; y su fuente central, en el Gran Patio, alegraba los corazones de los fieles y refrescaba las manos y caras de los compradores que salían del cercano Gran Bazar.
Cuando, en el transcurso de la mañana, los fuertes chorros de la fuente fueron menguando hasta convertirse en un débil goteo, surgió la irritación… y cierta ansiedad. Algunos de los fieles objetaron que el agua quizás no era muy fresca; los más supersticiosos se preguntaron si estaba a punto de estallar una crisis hasta entonces larvada, y pedían noticias de la salud del sultán.
A unos treinta y tantos metros bajo el suelo, en un ramal de la tubería principal que había construido el propio Sinán, el agua se estaba acumulando contra una poco común obstrucción, formada en un punto donde se encontraban dos tuberías de diferente calibre. La obstrucción al principio era meramente una enmarañada masa de lana y piedras sueltas, pero se convirtió en un problema más tarde, cuando se combinó con el cadáver a la deriva de un guardián del agua llamado Enver Xani. Éste obstruía el paso casi totalmente, y la lana y las piedras se atascaban aún más firmemente contra la estrecha boquilla del tubo más pequeño, el cual acabó perfectamente sellado.
El goteo de agua de la fuente de la Suleymaniye finalmente dejó de fluir; pero el sultán, según todos los informes, seguía vivo.