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No era totalmente oscuro aún cuando Yashim llegó a Balat. Borrosas figuras rozaban contra él en los callejones; las puertas se cerraban de golpe; un niño, transportando lo que Yashim reconoció como una pila de papel, apoyó su carga débilmente contra la pared, luego la volvió a levantar y siguió su marcha. «Los judíos -pensó- están volviendo a casa.»

La idea lo pilló por sorpresa. Desde el otro lado de la ciudad, los pobres judíos corrían hacia casa con las menguantes luces. El niño estaría en su puesto al día siguiente, poco después de la salida del sol, gritando «¡Carta! ¡Carta!» durante todo el día, tal como los vendedores de papel hacían en la Grande Rue. ¡Había, ahora que pensaba en ello, tantos pequeños comercios en la ciudad con los que los judíos podían ganarse precariamente la vida! Limpiaban zapatos, vendían flores, recogían trozos de papel y metal. Salían temprano, llenos de energía… y volvían a casa tarde, deambulando por sus accidentados callejones y sucias calles a fin de reunir unas pocas piastras para la bolsa familiar. Los judíos eran moradores de ciudad: trabajaban las calles como si fueran surcos en la tierra, regresando pesadamente a Balat, agotados, como si éste fuera su pueblo. Yashim había visto pueblos más sucios y decrépitos que Balat.

Hizo una pausa para recordar el camino, luego tomó por un desalentadoramente estrecho y tortuoso callejón tan deprisa como se atrevió. Quería llegar donde el prestamista antes de que se hiciera oscuro.

El patio estaba silencioso. Sobre su cabeza, podía distinguir las oscuras filas de balcones, y de vez en cuando una aislada raya de luz indicaba un postigo cerrado. Llamó suavemente a la puerta de la celda de Baradossa, y luego, al cabo de unos minutos de silencio, llamó con más fuerza.

Dio unos pasos hacia atrás y casi tropezó con una teja rota. Un postigo se abrió ruidosamente arriba, y la cabeza de una mujer apareció destacada contra la tenue luz.

¿Qué es?

– Estoy buscando a Baradossa -gritó Yashim como respuesta.

No tenía ningún conocimiento del ladino, la lengua judeo-española. La cabeza desapareció y un brazo se alargó para cerrar el postigo.

Yashim empujó la teja con su babucha. Nadie vino. Otro fragmento de teja yacía en el suelo, al lado de la puerta. Debía de haberse desprendido del tejado inclinado del porche de Baradossa. Yashim renunció a esperar a que la mujer reapareciera y se inclinó para mirar la teja. Se preguntó por qué se había caído.

Regresó al patio y levantó la mirada hacia la escalera de madera que conducía a los balcones. Los peldaños crujieron cuando subió por ellos. Siguió el balcón hasta la esquina, pasando por delante de dos puertas, y se encontró mirando abajo, al pequeño tejado.

Sólo podía distinguir de dónde había caído la teja rota, aproximadamente a medio camino del tejado, donde había un boquete entre las tejas.

De la habitación de debajo no surgía ninguna luz.

Yashim serpenteó por encima de la balaustrada, que se balanceó peligrosamente, y colocó sus pies sobre el tejado.

Descendió por la pendiente, con prudencia, manteniendo los pies sobre las aristas. Luego se puso de cuclillas sobre la brecha y silenciosamente levantó una teja. Levantó también un poco la de al lado, para dejar que resbalara, y la depositó cautelosamente a su lado. Deslizó sus dedos en el hueco y la teja de debajo se desprendió con un seco chirrido. Los listones estaban separados unos cuarenta y cinco centímetros.

En lo alto se abrió una puerta y Yashim oyó la voz de una mujer; era ahogada pero estaba llena de ira. Un hombre le respondió bruscamente, desde el otro lado del balcón. La puerta se cerró de golpe y el hombre bajó pesadamente por la escalera. Al llegar al rellano de la primera planta, se dio la vuelta, indeciso. Yashim vio que ponía la mano sobre la barandilla y se inclinaba hacia delante, como si quisiera atisbar en la oscuridad. Luego dio un paso hacia atrás, se enderezó y lanzó un suspiro. Yashim se relajó. Al cabo de unos momentos el hombre se rehízo y retrocedió bamboleante hacia la escalera. Bajó al patio y salió al callejón.

Yashim apoyó su peso sobre los listones y se deslizó por el agujero del tejado. En el último momento, cuando trataba de mantener su posición, perdió el agarre y se deslizó bruscamente entre los listones, cayendo, desde más de un metro de altura, al suelo.

Se puso de pie, y se frotó la rodilla. Dio con el codo contra una mesa y sus dedos se arrastraron por encima de ella hasta que encontró una lámpara de petróleo. Yashim la cogió y la sacudió suavemente para comprobar si tenía combustible. En una repisa junto a la puerta encontró una caja de cerillas, pero el silbido que hizo una de ellas al encenderse lo asustó, como si pudiera delatar su posición. Giró en redondo, hasta que la llama le quemó los dedos. Dejó la lámpara sobre la mesa, le quitó el globo y aplicó otra cerilla a la mecha. Cuando la llama azul empezó a extenderse volvió a colocar el globo y recortó la mecha. Un débil resplandor iluminó la habitación.

Esperaba descubrir una cama en la parte trasera de la habitación. En su primera visita, a la luz de la vela, le había resultado imposible ver la pared del fondo. Ahora pudo ver que había otra sala, quizás una serie de habitaciones, más allá de una puerta. Se le ocurrió que Baradossa podía aún estar allí dormido, pese a sus llamadas a la puerta; pese al ruido que había hecho al caer a través del tejado.

El libro descansaba sobre la mesa, exactamente en el mismo lugar de antes. Yashim lo abrió con su mano libre, y pasó las páginas hasta encontrar lo que andaba buscando.

XANI. 600 PIASTRAS. Había cinco anotaciones debajo, con sus fechas, que registraban el recibo mensual de cuarenta piastras. Al pie, en tinta roja: 200 FRANCOS FRANCESES. TOTALMENTE PAGADOS.

Yashim levantó la cabeza y escuchó. Oyó voces encima de él, y luego -de forma incongruente- el ruido de pasos sobre piedra; los sonidos procedentes del patio se estaban filtrando a través del agujero en el tejado. Un hombre habló muy cerca. Alguien llamó a la puerta. Sonaba como si estuvieran usando la empuñadura de un bastón.

Yashim escuchó atentamente. Se oían varias voces fuera, en el patio. Cualquiera que subiera para mirar por encima de los balcones vería la luz a través del agujero que él había hecho en el tejado. No obstante, Yashim era reacio a apagar la lámpara.

Había otra posibilidad. Se llegó hasta la puerta interior y aplicó el oído a ella. No se percibía ningún sonido. Giró el pomo lentamente, empujó la puerta y entró.

Baradossa estaba en casa.

Estaba sentado rígidamente en el suelo, los brazos alzados delante de él, mirando a Yashim. Lo que había sido su pecho ahora no era más que una sangrienta confusión. Yashim había visto muchos cadáveres en su vida. Le desconcertaron los dientes. Parecían estar saliéndose de su rostro, como si hubieran crecido.

La lámpara casi se le resbala. La agarró con fuerza. El ardiente globo le quemó la mano y se separó de la lámpara, que se estrelló en el suelo. Con un repentino fogonazo, el petróleo vertido se encendió. Yashim dio un brinco hacia atrás. El viejo prestamista lo miraba de reojo desde el suelo.

Yashim corrió hacia la puerta principal y abrió los cerrojos.

¡Yangin-var! -rugió-. ¡Fuego! ¡Fuego!

El instinto natural de Yashim hubiera sido ayudar a apagar el fuego, pero esta vez no. Un grupo de hombres, fuera, retrocedió asombrado cuando Yashim pasó corriendo por su lado. Uno de ellos, más listo que los demás, se lanzó a agarrar su capa. Yashim tiró de ella bruscamente para liberarse y corrió hacia la calle, sin mirar alrededor.

Corrió sin detenerse hasta llegar a Fener, su barrio. El corazón le latía con fuerza.

El judío había sido asesinado aquella tarde; no después. Con el rigor de la muerte, el mutilado cuerpo de Baradossa se había ido poniendo rígido lentamente, levantándose por sí mismo del suelo donde yacía; los tendones de sus brazos se habían tensado. Aquellos dientes artificiales se habían abierto de golpe y deslizado hacia delante en la boca del muerto, una horrible guirnalda de alambre y hueso. La mueca no iba dirigida a él.

Quienquiera que lo hubiera matado había escapado de la misma manera que Yashim había entrado. A través del tejado, dejando la puerta cerrada por dentro.

Y un libro sobre la mesa.

Un libro que demostraba, sin la menor duda, que Xani había tenido un amigo. Alguien que había saldado su deuda en buena plata francesa. Doscientos francos.

Los pensamientos de Yashim se dirigieron a un francés, ahora muerto, cuya esposa se encontraba dormida en el apartamento de la viuda Matalya.

Entró tranquilamente por la puerta principal en la silenciosa casa.

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