El arqueólogo seguía tumbado en el diván cuando Yashim regresó a casa. Levantó la cabeza débilmente al abrirse la puerta, pero parecía haber perdido algo del nerviosismo de la noche anterior. Yashim se puso a hacer café mientras explicaba los preparativos que había hecho.
– ¿Esta noche? Eso es muy pronto. Ca d'Oro… No lo conozco. ¿Se dirige a Francia?
– A Palermo.
– ¿A Palermo? -Lefèvre frunció el ceño-. Ciertamente, eso no es Francia.
– No. Había un buque francés, pero no salía hasta el lunes.
– El lunes. Quizás el barco francés hubiera sido mejor; podría costar una fortuna esperar en Sicilia.
– Bueno, me debe usted cuarenta piastras por la litera. Debe usted pagar la misma cantidad al capitán.
– Pero ¿cuánto costaba la litera del barco francés?
– No lo pregunté. Más caro, desde luego.
– Eso es lo que usted dice -dijo Lefèvre, incorporándose, y hurgándose los dientes con la uña-. ¿Pasa algo con el Ca d'Oro?
– Nada en absoluto. Es más pequeño. Pero sale mañana. Usted quería marcharse, eso es lo que dijo.
– Naturalmente, naturalmente. Pero, enfin, Palermo. -Lefèvre sorbió el aire a través de sus labios semicerrados-. Debería usted haberme despertado.
Yashim dio unos golpecitos con la cafetera contra el borde de la mesa para asentar los posos.
– Estoy confuso -confesó-. Anoche pensé que "tenía usted miedo de alguien. O de algo. -Alargó la mano en busca de las tazas, y encontró la pregunta que hacía rato que revoloteaba en su cabeza-. ¿Se trata de la Hetira?
Lefèvre no dijo nada. Yashim sirvió el café lentamente en dos tazas.
– Pero si lo prefiere, cambiaremos nuestros planes. Es usted mi invitado.
Se produjo un silencio mientras le tendía su taza a Lefèvre. De repente, las manos del francés estaban temblando, tanto que apenas pudo sostener la taza sin derramar la pequeña cantidad de untuoso líquido que contenía. Se la llevó a los labios y fue bebiendo de ella a pequeños sorbos.
– ¿La Hetira? -Su risa tenía un todo agudo-. ¿Por qué la Hetira?
Yashim sorbió su café. Era un buen café, del Brasil; el doble más caro que el arábiga que le servían en los establecimientos públicos. Lo compraba en pequeñas cantidades para las raras ocasiones en que hacía café en casa. A veces simplemente tomaba el tarro y olisqueaba el aroma.
– ¿Porque tengo buen ojo para las antigüedades griegas? -Los ojos de Lefèvre se estrecharon-. Garantizo su supervivencia. A veces he rescatado un objeto de su inminente desintegración. Se sorprendería usted. Piezas únicas, que nadie reconoce… ¿Qué les pasa? Pueden estar rotas o rasgadas o perdidas, haberse mojado, haber sido mordisqueadas por las ratas, destruidas por el fuego. Y yo no puedo cuidar de todas estas cosas bellas por mí mismo, ¿verdad? Claro que no. Pero les encuentro, cómo diría, guardianes. Personas que las cuidan. ¿Y cómo sé que lo van a hacer?
– ¿Cómo?
Lefèvre sonrió. No era una sonrisa amplia.
– Porque pagan -explicó, mientras se frotaba las yemas de los dedos-. Convierto un montón de cosas descuidadas y sin valor en dinero… Y la gente, descubro, es cuidadosa con el dinero. ¿No está usted de acuerdo?
– Lo he observado, en efecto -dijo Yashim.
– Algunas personas captan la idea equivocada. Me consideran un ladrón de tumbas. Quelle bêtise. Saco a la luz tesoros perdidos. Los devuelvo a la vida. Quizás, si no es demasiado decir, puedo a veces restaurar su poder de inspirar a los hombres y hacerlos reflexionar sobre su visión del mundo.
¿Era cierto eso, se preguntó Yashim? ¿O podía ser que Lefèvre -y hombres como él- simplemente erosionaran los cimientos de la cultura de un pueblo, esparciendo lo mejor de ella a los cuatro vientos?
– Ahora me comprende usted un poco mejor, monsieur. -De nuevo aquella sonrisa-. Pero, con todo, haré lo que usted sugiere. Esta noche, en cuanto se haya hecho oscuro, subiré a bordo del Ca d'Oro.