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– ¿Quién es ahora? Otro contratista más, y juro que gritaré. Ya estás bastante gordo, Anuk, deja ese pastel. Lee esto, Mina, corazón. Dime si está escrito correctamente. Si no es un contratista, lo recibiremos.

Abrió los brazos.

– ¡Yashim!

Preen sufrió un falso desmayo. Nadie en la habitación le prestó la más mínima atención, excepto Mina, que levantó la mirada y sonrió. Preen se recuperó instantáneamente de su desmayo y echó los brazos al cuello de Yashim.

– ¡Pensaba que eras un contratista! De todas maneras, podría no haberte reconocido. Han pasado meses.

Yashim sonrió. El sentido del tiempo de Preen siempre había sido elástico, estirándose o encogiéndose según su estado de ánimo; pero ella vivía en un mundo que era más vivo y extravagante que el suyo, en el que las fronteras entre la realidad y la simulación eran borrosas. Mucho tiempo atrás, siendo un muchacho, Preen había sido preparado como bailarín köçek, tan sensual y provocativo como cualquiera de las «chicas» köçek que bailaban en las bodas, fiestas y reuniones de la gran ciudad de Estambul. Nadie sabía exactamente cómo o cuándo se habían desarrollado las tradiciones köçek. Quizás habían bailado para los emperadores de Bizancio, quizás habían venido de la estepa, con los turcos; pero, al igual que los perros o los gitanos, formaban parte de la ciudad, como el sol o la humedad.

Preen no había perdido su energía vital, ni su sentido del humor, cuando dejó aparte sus pelucas y bustiers en favor de un erizado cuero cabelludo y unos holgados pijamas. Había un toque de gris en su corto pelo ahora, y su cara no mostraba ningún rastro de maquillaje, aparte de un poco de rouge, algo de antimonio y un toque de lápiz de cejas y el kohl. Llevaba un chaleco escarlata bordado. Dos de los dedos de su mano derecha estaban permanentemente doblados, el resultado de un accidente relacionado con un asesino y un difícil tramo de escaleras.

– ¿Meses, Preen? Más bien diría una semana.

– Una semana, para mí… ¡es un mes! No tengo tiempo para dormir, Yashim, sinceramente. -Sus dedos revolotearon hacia sus ojos-. ¿Parezco cansada?

Sonaba alegre, pero Yashim estaba familiarizado con los métodos de Preen, sus subyacentes ansiedades.

– ¿Cansada? Chisporroteas de energía, puedo sentirlo. Pareces una nueva…

– Soy una mujer nueva, Yashim.

Ambos rieron.

– Es verdad… aquel accidente fue lo mejor que podía haberme sucedido. Me hizo pensar. Reconozcámoslo, Yashim, me estaba volviendo demasiado vieja para bailar cada noche.

– Bailas tan bien como siempre.

Preen sonrió.

– He visto a demasiadas bailarinas hacerse viejas, Yashim. El teatro será algo diferente. -Lo pronunció tay-atre, la manera francesa que Yashim había empleado cuando por primera vez le explicó la idea-. He conseguido trabajo para tres de las chicas más viejas, vendiendo entradas, sorbetes y café.

Yashim había quedado sorprendido por el talento de Preen para la organización. Había desaparecido la bailarina que trabajaba sólo por las propinas de los clientes, que se preocupaba por su apariencia, cada vez más deteriorada, que dormía, bailaba y pasaba días enteros en el hammam. Tan pronto como captó la idea de que podía dirigir un teatro, se puso a ello con entusiasmo. Localizó buenos locales en Pera, buscó un equipo de contratistas y los sometió a su voluntad, planeó el programa entero y organizó el decorado… Todo ello en el lapso de unos pocos meses. Preen mostraba una inesperada veta de acero. No soportaba tonterías, ni contradicciones. Pero no regateaba elogios cuando correspondía.

No los escatimaba con él, desde luego. Yashim esperaba que tuviera razón, que Pera pudiera aceptar un teatro. Sería algo entre un music hall inglés y una revista parisién. Había leído sobre esos lugares. Muchas personas lo desaprobarían. Yashim, a fuer de sincero, lo desaprobaba también un poco. Pero, por Preen -y por su tribu-, esperaba que funcionara.

– He recibido un poco de dinero extra -dijo tendiendo la bolsa de Mavrogordato-. ¿Puedes darle utilidad?

Preen apartó la cabeza.

– Aquí lo despreciamos, Yashim. Ya lo sabes.

Su brazo se extendió como un tentáculo e hizo caer la bolsa en su mano.

– Gracias. ¿Quieres un café?

– No. Pero tengo un favor que pedirte.

– Me sorprendes. ¿No vamos a despreciar el dinero, a fin de cuentas?

– Mejor que no. Un chico rico, Preen. Griego, y más bien de buena apariencia.

– Mmmm. -Preen arqueó delicadamente una ceja-. ¿Fajín, falda y piernas peludas también?

– Más bien zapatos de cordones y una estambulina, me temo. Y un aliento que huele a whisky.

Preen volvió la cabeza y trazó un dibujo distraídamente en su cuero cabelludo.

– ¿Chico de academia?

– Es lo que supongo.

Desde la independencia griega, diez años antes, muchos griegos ricos había enviado a sus hijos a ser educados en Atenas.

– Alexander Mavrogordato. Los banqueros -terminó Yashim.

– Ah, esos Mavrogordato -dijo Preen picaramente, como si hubiera otros. Luego su expresión cambió-. Podríamos necesitar la bolsa, de hecho.

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