El ruido lo sobresaltó, aun antes de ver a la multitud. Un murmullo de voces como el mar. Los alabarderos se pusieron firmes en la puerta, y, en el Primer Patio del serrallo, donde sólo unos días antes había andado en medio de un absoluto silencio, Yashim se encontró empujado y rodeado por todas partes.
El sultán Mahmut había muerto. En las caras que lo rodeaban, Yashim veía expresiones de angustia y desesperación. Descubría temor en los ojos de un hombre, y esperanza en el siguiente. Oía el murmullo de los sutras, y risas, y el grito de un vendedor de mazorcas pregonando su mercancía. Un distinguido pachá caminaba en medio de un torbellino de capa y cuero, con su montura, un caballo tordo, haciendo corvetas, llevado de las riendas por un mozo de establo. Un hombre mayor, con la cabeza descubierta, yacía en el suelo, boca abajo, con los miembros extendidos, como si hubiera caído del cielo. Una falange de niños pequeños permanecía en silencio apoyada contra la pared. Un perro de un blanco amarillento se levantó de la sombra de un plátano y se alejó rígidamente, como si estuviera disgustado por ver interrumpido su sueño, mientras un hombre tocado con un fez, y poseedor de una enorme barriga, lloraba abiertamente sobre el hombro de otro hombre, que vestía como un sirviente. Muchas personas -musulmanes, armenios- pasaban las cuentas de su rosario y observaban.
El sultán había muerto en Besiktas, como una joya metida en una caja; pero aquí, a Topkapi, al antiguo palacio de los sultanes, a la grande y vieja corte de las personas del imperio, el pueblo venía con sus esperanzas y sus lamentaciones.
Yashim avanzó a través de la multitud hacia la segunda puerta. Los alabarderos no lo reconocieron al principio, y levantaron las picas, pero el clavero lo descubrió y le hizo una señal con la cabeza para que pasara. Anduvieron ambos en silencio hasta la puertecita que daba al harén, con tantas cosas, y tan pocas, que decir.
Encontró a Hyacinth sollozando en una pequeña habitación del corredor.
– ¿Quién está con la Valide, entonces? -quiso saber Yashim.
Hyacinth levantó sus ojos bordeados de rojo hacia los suyos.
– ¡Oh, Yashim! ¡Estamos todos muy tristes!
– Ya lo veo -dijo Yashim.
Encontró a la mujer sola, y completamente vestida, sentada en el borde de un diván, con las manos en el regazo.
– Esperaba que serías tú, Yashim. Veo que tú, también, contienes el llanto.
Yashim no dijo nada.
– He despedido a los demás. No soporto ver sus caras desencajadas, sus narices moqueando. Pura comedia. No tienen ni idea de lo que va a pasarme a mí, de manera que lo sienten por ellos mismos. Su corazón es pequeño y duro.
Yashim reprimió una sonrisa.
– El Primer Patio está lleno de gente, Valide. Me recuerda los viejos tiempos.
– ¿Sí?
La Valide levantó la cabeza como para escuchar. Sus pendientes de plata tintinearon suavemente.
– Es algo extraño, Yashim -dijo, con una sorprendente vocecita-. Día tras día, no hago nada excepto envejecer… Sin embargo descubro que, nada menos que hoy, no tengo nada que hacer. No puedo hacer otra cosa que estar sentada.
Yashim se frotó la barbilla pensativamente. Luego se arrodilló al lado de la Valide.
– Tengo una idea -dijo.